Retoques y maquillajes, por Tulio Ramírez
Twitter: @tulioramirezc
El venezolano tiende a ser muy cuentero y exagerado al momento de narrar historias. Pareciera que es parte de nuestra cultura. Basta haber ido a un velorio de pueblo para constatar que el difunto, según sus amigos de farra, era excesivamente bueno o aguerridamente valiente o intensamente agradable o inigualable fiestero. Todos los atributos en expresión superlativa.
Cuando alguien procede a testimoniar sobre algún episodio en la que fue protagonista, lo más aconsejable es tomarlo a beneficio de inventario.
Siempre está la sospecha de que la mitad de lo contado, si no es inventado, por lo menos es exagerado. Pero esto no es exclusivo del venezolano común.
Buena parte de los textos de historia han reforzado esa práctica al ensalzar a los héroes patrios atribuyéndoles conductas y personalidades que se salen de lo normal. Los niños crecen con la falsa idea de unos libertadores que no pisaban el piso cuando caminaban.
Por supuesto, esta práctica muy tioconejera, siempre tiene patas cortas. Al final se sabrá si el ojo morado de Pascual se debió a una sonora cachetada dada por una dama ofendida por sus piropos de mal gusto y no por la titánica pelea que, según él, sostuvo con seis fornidos asaltantes a quienes propinó tal paliza que terminaron en el hospital.
Esos retoques a los sucesos también los hemos visto no solo en las narraciones orales de esquina o velorios; también en libros, canciones alegóricas o documentos que hacen referencia a algún hecho histórico.
Desde que Homero narró en la Ilíada las peripecias sobrehumanas de Aquiles, o las aventuras de Ulises en la Odisea con cantos de sirena y demás yerbas, se arraigó para siempre el ponerle un poquito de sazón al cuento.
En la era moderna, quizás los casos más emblemáticos provengan de la extinta Unión Soviética. Era muy regular que en la propaganda se realzaran hechos con el picante de la exageración para exaltar la heroicidad del hombre nuevo del comunismo. Exagerar u omitir hechos que no convienen, al final tiene la misma intención: torcer la historia a conveniencia.
Recuerdo una foto tomada en 1896, donde aparece un grupo de revolucionarios bolcheviques —Lenin entre ellos— que fue muy difundida en los primeros años de la Revolución de Octubre. Entre los presentes aparece un joven, llamado Alexánder Malchénko, quien en 1930 fue fusilado acusado de espía. La fotografía del cuento luego apareció en las oficinas oficiales sin la figura del joven Malchénko. Fue un acto de desaparición a lo Cooperfield.
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Los comunistas son unos ases en eso de intentar cambiar los hechos. Por ejemplo, la rigurosidad histórica indica que la fecha para celebrar la independencia de Cuba es el 20 de mayo, porque, en un día como ese, pero en 1902, fue cuando se independizó de España. Sin embargo, Yanaisis, una joven habanera que vende bisutería de contrabando entre la 23 y Hospital, respondió a un periodista español lo siguiente: “No me interesa conocer qué pasó el 20 de mayo de 1902. No debe ser algo bueno, porque la televisión y el Granma no hablan de esa fecha”. Ella está convencida de que el día de la independencia de Cuba es el 1 de enero de 1959.
La narrativa de la revolución bolivariana no ha estado exenta de ese pecadillo. Chávez agregaba cada año un cachito a la historia del 4 de febrero de 1992. En cada celebración incorporaba un episodio del que no se sabía el año anterior.
Luego de tantas anécdotas, si se escribiera la historia sumando los episodios por él contados, tendríamos que concluir que era imposible que sucedieran en las 24 horas de ese día.
Lo que sí es cierto es que en las narrativas oficiales pos-Chávez se han cuidado de no mencionar que el para entonces teniente coronel se rindió al escuchar el primer triquitraque. Lamentablemente para los exegetas que están construyendo la falsa épica del héroe de Sabaneta, toda Venezuela fue testigo de ese episodio. Les costará mucho cambiar esa parte de la historia.
Tulio Ramírez es Abogado, Sociólogo y Doctor en Educación. Profesor en UCAB, UCV y UPEL.
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