Retratos de la migración de Ronald Pizzoferrato, por Alejandro Oropeza G.
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Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Antonio Machado, poeta sevillano, 1912.
El pasado domingo 29 de octubre se inauguró en los espacios de Beatriz Gil Galería, en Las Mercedes, Caracas, la exposición Fronteras Visuales, de Ronald Pizzoferrato, que integra dos propuestas fotográficas: El camino de los objetos y El Principito en Caracas. Refiere Ruth Auerbach, curadora de la exposición, en atención a la primera propuesta del trabajo: «… registra los forzados desplazamientos y dinámicas de la migración atravesada a pie». Y, al apreciar el trabajo que integra esta indispensable observación, es válido reconocer la pertinencia de trabajo, en la justa dimensión a la que nos confrontamos los venezolanos en el universo de nuestra realidad actual.
Ocho millones seis cientos mil venezolanos se encuentran regados, esparcidos por el mundo, atenazando esperanzas y evocando ilusiones en un mar de pérdidas y añoranzas; también, de entregas y logros. El trabajo de Pizzoferrato hurga y escarba más aún, en la debacle de la lejanía, al considerar la realidad de mil infiernos padecidos por quienes solos o acompañados, arremeten la posibilidad de elaborar un futuro confrontando mil peligros, riesgos y padeciendo el acoso de una catástrofe que los persigue y obnubila desde la distancia recorrida.
La realidad de la migración se vive desde muchas aristas y visiones, unas y otras apocalípticas, porque significan el derrumbe de la cotidianeidad, de las seguridades mínimas, para confrontar el acoso del minuto que huye y trata de escapar del segundo inmediato que lo acosa; para recordarle, para zaherirle la pérdida de todo lo dejado atrás, de lo roto; todo ello transformado en recuerdos inmediatos. Son, las balsas de la memoria que los mantendrá a flote en la travesía.
Otra arista de la migración, la constituye los que quedan atrás: hijos, esposas, madres, hermanos, amigos, las reminiscencias de lo querido, la propia historia repartida en un millón de cuartos en los que nada pertenece; el olvido, y lo que pasa a ser pasado inmediato al instante siguiente que se deja de ver y contemplar.
El referente de la propuesta entrelaza, cruza e instiga terciopelos visuales de tules sucios, a los que se les extravió la imagen de quien se difumina en un eco contenido propio, diluyendo salvajemente al objeto, con el mensaje insistente de una realidad que nos persigue ahora en cien mil caminos. No se agota el lenguaje en su propia fragmentación, al reconocer y ponderar la vida que, entre tanto, avanza redefiniendo el tiempo propio a través de otras dimensiones, desconocidas y traicioneras.
Nos aborda la muestra con un relato visual demoledor, que nos lleva y nos trae de estratos de lectura que traducen la encomienda lejana, el postrer mensaje del que voltea la cara por última vez para cruzar el primer sendero o… para despedirse de algo más que queda atrás, más allá de una baranda ajena de cualquier color. Una cara con millones de fisonomías de cualquier todo, que le arrebatan a la mentira sus procesos y cantos de sirena de un Ulises que regresa y se resiste a la muerte; allá… los encantos rasgados, el fracaso de lo propio recostado en un colchón ajeno y desechable; ahí, en el centro de una casa que huele extraño, porque es ajena y siempre lo será.
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El arquetipo temporal que nos impone y sacude, deambula entre los entresijos de un trío con rostros de esperanza, que desnuda un miedo de generaciones sucesivas, un final de comienzo de acasos que se bate en contra de las paredes que quedaron a las espaldas. Los vemos, nos vemos; los sentimos tomarnos del asa del maletín que guarda la leyenda, presentimos el desplazamiento del agua contenida que saciará una sed que viene por la otra esquina del mundo, ahí… en la primera vereda.
El recurso temporal y la lectura que ubica el trabajo de Pizzoferrato, son definitivos, se posicionan en el valor fracturado y presente de mil retumbos que se expanden entre selvas, caminos, muros y barreras de mil condiciones, también agarradas a otras barandas limpias de un aeropuerto inaccesible, extraño, triste. Son las fracturas del alma de aquel que se va, hasta dejando parte de su cuerpo a la deriva en una tierra que anhela que de alguna manera lo recuerde. A lo lejos, la frontera, una de tantas, todas son iguales, amputaciones que llevan cada vez más y más lejos y exigen, más y más memoria para saciar la otra sed, la de alegría en algo y por cualquier motivo, así sea la ilusión de quedarse dormido.
De esta manera, en la muestra, sobrenada la posibilidad de regresar a las estructuras de lecturas que nos impone el recuerdo de los que ya andan demasiado lejos. Se entiende entonces, que esa posibilidad fundamenta un diálogo entre la dimensión de lo que ya marcha en lo remoto de mil pasos haciendo caminos, parafraseando a Machado; y, lo que definitivamente se queda atrás y jamás se volverá ni a ver ni a pensar ni a contemplar de la misma manera: lo propio perdido para siempre.
Las imágenes de la exposición, la expresión dialógica de los caminos, se hermana con la ilusión astral y definitiva de El Principito, nos regala, nos ofrece un aura prístina de esperanza, de esperanza de llegar alguna vez a regresar a algún lugar que, quizás, siempre estará lejano de donde alguna vez fuimos y estuvimos.
Un reconocimiento a Pizzoferrato por el sueño, por el atrevimiento de hablar de la nueva vida con una bisoña y sorprendente verdad que, de una u otra manera, ya nos va definiendo… y, para siempre.
Alejandro Oropeza G. es Doctor Académico del Center for Democracy and Citizenship Studies – CEDES. Miami-USA. CEO del Observatorio de la Diáspora Venezolana – ODV. Madrid-España/Miami-USA.
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