Retrocesos en dos frentes, por Luis Ernesto Aparicio M.

Después de una breve conversación con una colega (pero mejor amiga) sobre lo ocurrido en Cali (Colombia), me atrevo a pensar y a compartir que el mundo parece estar atrapado en un retroceso inquietante. En medio de las expectativas de progreso democrático y social que marcaron las últimas décadas del siglo XX, hoy convivimos con una sensación de que lo ganado se va desdibujando poco a poco.
Sobre ese retroceso ya he comentado suficiente en anteriores artículos, pero siempre es importante recordar que este adopta dos formas distintas pero complementarias: uno, silencioso y cultural, que erosiona derechos desde adentro; y otro, violento y crudo, que se expresa en invasiones, guerras y terrorismo.
El primero es el de la posverdad y el miedo. En distintos rincones del planeta, discursos que apelan al resentimiento y a la nostalgia de un pasado supuestamente más «ordenado» resurgen con fuerza. Bajo consignas como la defensa de la «familia tradicional» o la exaltación de la «superioridad nacional», se promueve la restricción de derechos de mujeres, minorías, comunidades migrantes o del colectivo LGTB+.
Casi impávidos, estamos presenciando como la xenofobia, el racismo y la desconfianza hacia la ciencia se disfrazan de valores culturales, debilitando la capacidad crítica de las sociedades democráticas y alimentando la división interna, además del riesgo de perder la posibilidad de continuar extendiendo la edad promedio de nuestra existencia.
El segundo es el de la violencia directa. Allí no hay disfraces: hay sangre, fuego y desplazamiento. La invasión de Rusia a Ucrania es la expresión más visible de este tipo de retroceso, pero no es la única.
En Colombia, la violencia política persiste en forma de asesinatos selectivos, como el más reciente de Miguel Uribe Turbay, promesa política, amenazas y atentados. En Medio Oriente, los ataques con drones y explosivos recuerdan que los conflictos no resueltos siguen siendo la excusa para mantener estructuras autoritarias o fundamentalistas. En todos estos casos, la violencia busca quebrar cualquier posibilidad de estabilidad democrática.
Aunque parezcan fenómenos distintos, ambos caminos se cruzan en un mismo objetivo: contener o revertir el avance de la democracia liberal para imponer una autocracia desde lo conservador, de izquierdas o derechas. De allí que el discurso de la posverdad abre el terreno de la confusión y el miedo; la violencia lo consolida por la fuerza. Uno desarma las convicciones ciudadanas, el otro golpea la vida misma de quienes se atreven a resistir.
El gran desafío está en reconocer que no se trata de batallas separadas. Los retrocesos «silenciosos» y los retrocesos «violentos» se complementan. Por eso, la defensa de la democracia no puede limitarse a reaccionar ante la guerra o el terrorismo, sino también a enfrentar con claridad las narrativas que, desde el poder o desde sectores sociales influyentes, pretenden normalizar la exclusión y el autoritarismo.
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Por ser parte de nosotros, lo ocurrido en Colombia nos duele a todos, pero no es un retroceso inevitable. La historia ha demostrado que los avances democráticos son el fruto de luchas persistentes contra fuerzas que parecían invencibles. El reto de nuestro tiempo es no caer en la resignación: entender que tanto las guerras visibles como las batallas discursivas son intentos por frenar el progreso, y que la resistencia democrática debe librarse en ambos frentes con igual firmeza.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de prensa de la MUD
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