Rey de corazones, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Respirando por los poros,
pura ciencia y pura fe,
soñó René Favaloro
un país que nunca fue.
Eduardo Falú, Rey de corazones (bailecito salteño)
Si algún rasgo distingue a nuestras sociedades iberoamericanas es precisamente la crueldad. Deriva de un pasado estamental y esclavista todavía vivo.
Bástenos un breve recorrido por las grandes ciudades de nuestro continente para apreciarlo en la pobreza atroz de sus mayorías, en la violencia sin límite de sus Estados o en la insensible incorporación a sus códigos sociales de atrocidades «políticamente correctas». Ejemplos son la «reserva del derecho de admisión» en sitios públicos de «alta gama» y la —llamada por Adela Cortina— aporofobia de países de la región que, antes que visa, exigen un estado de cuenta a todo aquel necesitado que a sus fronteras llega.
El culto iberoamericano a la crueldad llegó al extremo de institucionalizarla en organizaciones tan macabras como la ESMA argentina y sus «vuelos de la muerte» o el Sinamos de Velazco Alvarado, del que los peruanos de hoy ni se acuerdan desde que el crecimiento de su PIB les tornara estultos y olvidadizos. Mención hay que hacer del infame batallón Atacatl en El Salvador de los 80 y de los CDR castristas, que ahogaron en sangre el reciente grito libertario cubano como lo han hecho con todos los que le han precedido en 60 años de terror comunista.
El muestrario de crueldades propiamente venezolanas es, como se sabe, amplísimo. Porque en Iberoamérica poco importa el signo político-ideológico a la hora de ser crueles. Tal parece que así somos.
El 29 de julio de 2000, en su casa de La Plata, en la Argentina, se quitaba la vida un verdadero benefactor de la humanidad: el gran René Favaloro. Una carta póstuma junto al cuerpo perforado por una bala fue todo lo que quedó de aquel titán de la cardiocirugía que quiso regresar a su tierra tras muchos años de brillante carrera en Estados Unidos. Hincha furibundo del histórico Gimnasia y Esgrima, biógrafo de San Martín, René Gerónimo Favaloro se tituló como médico en 1949 para pronto marcharse a ejercer en la Argentina rural en elección profesional que le marcaría para siempre. Así lo dejó dicho en su carta póstuma:
«Alguna vez en un acto académico en Estados Unidos se me presentó como a un hombre bueno que seguía siendo un médico rural. Perdónenme, pero creo que es cierto. Espero que me recuerden así».
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Fue en la Cleveland Clinic de Ohio, en 1967, donde Favaloro ejecutó la primera de cientos de operaciones basadas en la técnica que, con razón, le valió el sitial que hoy ocupa en la historia de la cirugía: el bypass aortocoronario. Un puente que entre la aorta y la arteria coronaria obstruida hace el cardiocirujano valiéndose de pedazo de la vena safena magna –la de las molestas várices de las piernas– para franquear el impedimento que dicha obstrucción opone al flujo de la sangre. Lógica bastante similar a la del hábil plomero que instala un tubo «por fuera» para sortear el «tapón» que en la tubería original impide el flujo del agua.
Cargado de glorias, Favaloro quiso volver a la Argentina. No fue ese un movimiento precipitado o impulsado por la dura competencia académica que impera en los grandes centros de investigación biomédica de Estados Unidos, porque si alguna tradición médica iberoamericana ha sido especialmente fecunda en materia de grandes referentes es precisamente la argentina: Houssay, Mazza, Milstein, Leloir, Braun-Menéndez, Cossio, Fustinoni, Finochetto… ¡Cuántos grandes nombres ha aportado la querida Argentina a la historia de la medicina!
Favaloro no quiso volver por fama, premios —solo le faltó el Nobel, un galardón frecuentemente injusto— y mucho menos por dinero: quiso volver para servir a su país, al que amó devotamente.
Con su fundación, que no sé si aún existe, quiso acercar a los enfermos más postergados las bondades de la ciencia a la que tan grandemente contribuyó. Le llovieron las promesas y lisonjas desde esa crápula que es la clase política argentina. Pero con la crisis que precediera al feroz «corralito» de 2000 a 2001, las ofertas de respaldo y apoyo se esfumaron y su obra se ahogó en deudas. Todos le abandonaron a su suerte. Así se desprende de la lectura de la ya mencionada carta, la de su despedida:
En estos días he mandado cartas desesperadas a entidades nacionales, provinciales, a empresarios sin recibir respuesta…Estoy cansado de luchar y luchar, galopando contra el viento como decía Don Ata. No puedo cambiar. No ha sido una decisión fácil pero sí meditada. No se hable de debilidad o valentía. El cirujano vive con la muerte, es su compañera inseparable. Con ella me voy de la mano.
Tan solo una bala bastó. Una única bala descerrajada con habilidad verdaderamente quirúrgica que, rápida y eficazmente, terminara por partir el corazón ya roto de aquel titán mundial de la cirugía cardíaca, cuyo espíritu nunca dejó de ser el de un médico rural en la inmensidad de la pampa argentina.
Así de cruel es este continente nuestro, más proclive a celebrar los goles de un futbolista cocainómano, las idioteces de alguna reinezuela de belleza con IQ por debajo de la media o los gritos guturales de algún reguetonero caribeño.
El doctor Favaloro dispuso en su última carta que no se le celebraran exequias ni se le rindieran honores públicos. Precisión especialmente notable en un continente en el que antes se levanta un mausoleo que una escuela. Así somos. El homenaje genuino que mereció el grande cardiocirujano se lo tributaron la calle, sus muchos pacientes, la hinchada del «Gimnasia» y los versos y canciones de una Argentina que nunca fue. Un recuerdo que aún reina en tantos corazones que por su genio hoy laten agradecidos por todo el mundo.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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