Roma: como es la vida, por Fernando Mires
Era demasiado el ruido que circulaba alrededor de la película Roma dirigida por Alfonso Cuarón. Razón por la cual me decidí a practicar abstinencia informativa. De modo que cuando entré a la sala (no comercial) de cine, solo sabía lo obvio: la cantidad de premios internacionales, los líos entre Netftlix y las grandes producciones cinematográficas, la filmación en blanco y negro, en fin, todo lo imposible de no saber frente a la prensa, la internet y la radio machacando a todo tambor.
No obstante, decidí no leer ninguna crítica, ningún comentario. Intenté más bien practicar el método recomendado por John Rawls a sus alumnos cuando se acercaban a estudiar procesos sociales: tender previamente un “velo de inocencia”, dejar juicios y pre-juicios a un lado, aplicar ese “soloséquenadasé” socrático y esforzarse en pensar como si por primera vez nos encontráramos frente a un hecho. Como si fuéramos niños.
Grata sorpresa. Cuando terminó la función, me dí cuenta de que Cuarón al filmar su gran película, había hecho más o menos lo mismo: ponerse en el lugar del niño que una vez fue y recordar momentos de su vida, no con la mente del hombre sabio y ducho que ha llegado a ser, sino asumiendo al niño que había sido él, pero filmado con la técnica, sapiencia y sensibilidad del adulto que es. La pegó y lo logró. Y ahí reside justamente la grandiosidad de Roma. La estricta fidelidad de un director consigo mismo, con lo que una vez fue y a la vez, con lo que uno no termina nunca de ser: una continuación de un pasado infantil que en la mente nunca cesa de estar.
Confieso que durante el primer cuarto de hora estaba comenzando a preocuparme. Ver el trabajo sin pausas ejecutado por las dos empleadas de la casa: Cleo (Yaritza Aparicio) la protagonista principal y Adela, me hizo pensar que estaba frente a un “film social”, otro más de los cientos que he visto en mi vida.
Tal vez debo aquí explicarme: nada en contra de la filmación social a la que los cursis llaman “cine de denuncia”. Pero estoy convencido de que la presentación de conflictos sociales resulta más productiva en los campos donde pertenece: la sociología, la politología, la economía. En la literatura y en el cine, salvo algunas excepciones, resulta monótona y por ende aburrida. Ahí ya sabes quienes son los buenos (los pobres) y los malos (los ricos). Incluso algunos cineastas, con el propósito de provocar, han dado vuelta la tortilla. A guisa de ejemplos, la legendaria Viridiana de Luis Buñuel o La Cerémonie de Claude Chabrol donde los pobres son los “malos”. Pero el efecto al final es el mismo: en una realidad dicotomizada el director obliga al público a identificarse con unos en contra de otros siguiendo la ruta de un argumento cuyo final ya está pre-dicho. No así en Roma, colonia residencial de Ciudad de México.
En la Roma de Cuarón la maldad y la bondad son transversales. Tanto el dueño de casa, el doctor Antonio, como Fermín el pobretón novio de Cleo, son unos perfectos hijos de puta. El primero abandonó a su mujer, Sofía, por otra mujer, lo que suele ocurrir, pero dejando de enviar dinero a la familia. El segundo, embarazó a Cleo y al saberlo arrancó de ella como si hubiera visto al diablo.
En ambos casos la maldad surge de una característica de marca latinoamericana: la imposibilidad de asumir responsabilidades. Ni las primarias (pareja, familia) ni la de las más altas cúpulas del poder. Como ese asesinato a los estudiantes -contado según la memoria de Cuarón- conocido como la matanza del Jueves del Corpus Santo (junio de 1971) cometido por los para-militares del gobierno de Luis Echeverría Álvarez, quien se desentendió de lo acontecido aduciendo simplemente no haber sido informado. Y bien, justo en medio de ese caos ético surge el compromiso de algunos seres con la vida. Un milagro. El de Cleo que quería tanto a los niños de una familia que no era la suya. Y el de las dos mujeres abandonadas, la patrona y la sirviente (“solidaridad de género”, dirían mis queridas amigas feministas). Porque Roma, lo quiera usted o no, es una película de amor. No de parejas ni de amantes, sino de amor a la vida, de amor al prójimo, de ese amor que impulsa a Cleo a hundirse en las olas del mar sin saber nadar para salvar la vida de los niños a punto de ahogarse, en fin, de ese amor que es más fuerte que la muerte, dicho en estricto sentido paulino.
Después de haber visto Roma he leído algunos comentarios. Como todo lo que se hace por encargo y sin pasión, algunos son muy superficiales. Muchos de sus autores informan sobre la técnica cinematográfica. Otros ubican a Cuarón en la vanguardia del “boom” cinematográfico latinoamericano formado entre otros por el argentino Juan José Campanella, los chilenos Sebastián Lelio y Pablo Larraín y los mexicanos Guillermo del Toro y Alejandro González Iñarritu. Intranquilizantes en cambio son algunos comentarios de “los lectores”. No los procaces, los insensibles, los ignorantes de siempre, vale decir, la inmensa mayoría. Me refiero a algunos que poseyendo cierta cultura cinéfila no han vacilado en condenar a Roma, cuestionando nada menos que su principal virtud: la de no ajustarse a un plan, la de no seguir ningún argumento pre-concebido, la de no percibir que es lo que quería “demostrar” Cuarón.
Efectivamente, Roma no sigue el hilo de ninguna narración o libreto. Sus personajes no son representaciones corpóreas de ninguna tesis. Los episodios, si podemos llamarlos así, no mantienen una línea contínua. Simplemente suceden, sin relación aparente entre sí. Como es la vida.
Como es la vida. Si a mí me pidieran cambiar el título de la película Roma por otro, yo la llamaría simplemente: “Como es la vida”. Disonante, discontinua, imprevista, repentina, llena de sucesos que no siguen la lógica de ninguna narración, sin argumentos que la determinen, librados sus seres a esa incómoda libertad de decidir frente a hechos no previstos y, por lo mismo, difícil de narrar en una sola historia. La vida -todos podemos testimoniarlo- es un espacio de múltiples historias contrapuestas. Más todavía si esa vida es seguida por la mirada de un niño enfrentado a una realidad que recién avizora, donde todo lo que ocurre son fenómenos -valga la redundancia- muy fenomenológicos. Lo que quiero decir al fin es que si bien hay películas que son como la vida, no hay ninguna vida que sea como una película. Roma es como la vida. Claro está: una vida en blanco y negro.
Pensar sobre una película es una actividad asociativa. Algunos comentaristas comparaban Roma con otros filmes conocidos. Uno de la RTV española llegó a hacerlo con Fanny y Alexander de Ingmar Bergman. A mí nunca se me habría ocurrido. Pero cuando mostró la fiesta de año nuevo en una casa mexicana de los setenta y la comparó con la que tenía lugar en una casa sueca del siglo XlX, la semejanza era evidente. A mí en cambio me surgieron otras asociaciones. Fue cuando me pregunté acerca del porqué del blanco y negro.
¿Por qué en blanco y negro? La respuesta es fácil. Muchos cineastas utilizan el blanco y negro para filmar sueños, o para referirse al pasado (a vuelo de pájaro me vienen a la memoria La Cinta Blanca de Michael Haneke, The Artist de Michel Hazanavicius) Y a mí me remitió a mi propio pasado cuando veía grandes películas en el tradicional blanco y negro (ayer mismito ví a Gilda en la tele con Rita Heyworth cantándome “amado mío”). No pude sino recordar, entre otras joyas, las del (mal) llamado neo-realismo italiano de los cuarenta y cincuenta, entre ellas las tres primeras que, como sucede con los grandes amores, nunca he podido olvidar: Ladrón de Bicicletas y El Milagro de Milán de Vittorio de Sicca, y sobre todo, pero muy por sobre todo, Roma ciudad Abierta, de Roberto Rossellini. No por la relación semántica que se da entre el barrio Roma de México y la Roma de Italia (sería muy burdo) sino porque Rossellini, al igual que mucho después Cuarón, filmó episodios -en su caso, de la resistencia anti-nazi- de modo discontinuo. Por si fuera poco, Rossellini, también como Cuarón, trabajó -con la excepción de Ana Magnani y Aldo Fabrizi- con actores no profesionales. Incluso salió a buscarlos a las calles acompañado de su joven asistente de cámara, un tal Federico Fellini. No sé si esos detalles actuaron de modo inconsciente o premeditado en Cuarón.
Como sea: una película inolvidable. Desde el momento en que salí del cine supe que sus imágenes las iba a guardar para siempre. ¿Cómo me voy a olvidar del patio lleno de cagadas de perro si era casi el mismo de mi infancia chilena? ¿Cómo me voy a olvidar del manicero, del pitazo del afilador de cuchillos, de los gritos desaforados en las ventas del mercado? ¿De los cines adonde íbamos a “atracar” con las minas del barrio? Pero aparte de mis recuerdos personales: ¿cómo me voy a olvidar del rostro ingenuo, casi de niña, de Cleo, antes de su embarazo y ese rostro duro que logró sacarle Cuarón después del nacimiento del niño muerto? De ese parto cruel y largo cuando en la sala de cine no se sentía la respiración de nadie. O de ese incendio que era apagado con baldes por los comensales de una fiesta. O de ese loco surrealista cantando una canción noruega (Mytarsburken) en medio del incendio. O de los sonidos del agua, la del patio y la del mar rabioso de olas. Pero sobre todo, ¿cómo me voy a olvidar de esa pirámide de amor, obra escultórica y cinematográfica a la vez, formada por el abrazo de cuatro niños, una madre y Cleo?
Me olvidaré de algunos diálogos, tal vez. De las imágenes de Roma no me olvidaré más durante el resto de mi vida. De eso estoy seguro.