Rusia electoral, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
A primera vista, el panorama político que ofrecen los resultados de las elecciones parlamentarias que tuvieron lugar el domingo 19 de septiembre en Rusia es desolador. Aunque, en verdad, nadie esperaba otra cosa, ni dentro ni fuera del país. El partido del Estado putinista, Rusia Unida, aseguró la primera mayoría. La oposición y gran parte de los observadores extranjeros –pese a que fueron extremadamente controlados– constataron fraude. Un fraude lógico y evidente.
Ningún gobierno relativamente democrático, en medio de una fuerte crisis económica, de una desatada inflación y de un alto índice de infección pandémica, puede alcanzar la mayoría absoluta en ningún país. Solo bajo las condiciones imperantes en la Rusia de Putin ese milagro es posible.
Nada extraño, entonces, es que, de acuerdo a las principales fuentes informativas, los resultados llevan a lo que el régimen pretende: a incentivar el conformismo, a la desmoralización de los opositores, a la resignación ciudadana, y sobre todo, a la emigración no hacia afuera, sino hacia la vida privada, lejos de la política. A primera vista eso es así, pero insistimos, solo a primera vista.
Una mirada menos apresurada del proceso electoral puede, sin embargo, llevar a otras percepciones. Una de ellas es que los fraudes, cuando son tan abiertos, no siempre favorecen al régimen.
Ni en la imagen que quiere proyectar hacia el mundo ni en la legitimidad nacional Putin ha ganado puntos. En el fondo se ha encerrado él mismo, y con ello a Rusia, en una contradicción insalvable. Dicha contradicción deriva de su doble proyecto histórico: el de intentar reconvertir a Rusia en una nación imperial y el de servir de ejemplo a otras naciones.
El problema que seguramente no ha captado es que ambos objetivos no son paralelos sino antagónicos. Para reconvertir a Rusia en un gran imperio, Putin necesita ejercer poder absoluto y ese solo puede expresarse en una mayoría electoral también absoluta. A Putin, para decirlo en pocas palabras, no le sirven las mayorías relativas ni mucho menos coaliciones de gobierno que lo obliguen a hacer compromisos poselectorales. Si quiere ser fiel a su proyecto, está obligado a jugar a la política del todo o nada. Y cuando no puede alcanzar el todo, no tiene más alternativa que forzarlo. Así ocurrió en las elecciones parlamentarias del 2021.
Los fraudes sostenidos de los que ha venido haciendo gala el régimen de Putin corresponden a su proyecto orientado a mantener la absolutidad del poder sobre el llamado «frente interno». Pero, al recorrer esa vía, pierde evidentemente toda posibilidad hegemónica, entendiendo la palabra hegemonía en la concepción gramsciana del término, a saber, que el poder no solo se basa en el miedo sino también en la primacía del poder político (Macht, Hannah Arendt) y no solo en el del poder-violencia (Gewalt, Hannah Arendt). Que Putin ostenta un fuerte poder-violencia está fuera de duda. No se puede decir lo mismo de su poder-político y, probablemente, él lo sabe. Y porque lo sabe ha dedicado mucho esfuerzo para construir una oposición a su medida.
Para construir una oposición dócil, Putin ha venido trabajando de modo persistente. La eliminación física de adversarios políticos, la condena a prisión de muchos opositores de los cuales Vladimir Navalny es solo su más destacado símbolo (en su doble condición de víctima de un asesinato y de preso político) son hechos que obedecen a la estrategia que se deduce del propio proyecto histórico del jerarca ruso: domesticar a la oposición.
Es cierto, Biden tiene razón: Putin es un asesino. Pero los asesinatos de Putin son «patrióticos». Probablemente al exagente soviético no le gusta matar. Sin embargo, se siente obligado a eliminar a sus enemigos para, de acuerdo a su meta-visión, levantar a Rusia sobre la arena mundial. Por eso también elimina a todos los partidos políticos que, aun potencialmente, puedan desafiar el absolutismo del poder. Solo deberán ser permitidos aquellos a los que no pueda temer. Por ejemplo, a los comunistas.
Lo que más debe haber sorprendido a Putin fue el alto número de votos que alcanzó el Partido Comunista Ruso (PCR). De un menguado 13% subió a un inesperado 19%. Con eso no contaba el autócrata. Bastante más abajo quedaron los populistas de derecha del Partido Liberal-Democrático (5%), el partido Rusia Justa y el recién fundado partido Gente Nueva, formado por exputinistas disidentes.
El PCR reunía todas las condiciones para ser un partido opositor sin riesgo. Un partido nada de democrático (algunos de sus dirigentes rinden todavía culto a Stalin), un partido nostálgico, reaccionario, sin juventudes. Un partido ideal para ser confrontado con el «progresismo» de Putin.
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¿De dónde provino, entonces, la alta votación obtenida por los comunistas? Al parecer de dos vertientes. Una es el viraje social impreso al partido por su dirigente máximo, el antiguo Guennadi Ziugánov. De una manera u otra, los lemas a favor de la «clase trabajadora» lograron cierto eco entre múltiples víctimas del neoliberalismo salvaje y mafioso impuesto por el régimen. Para nadie es un misterio que alrededor del Kremlin merodea una «nueva clase» formada por millonarios de ocasión, altamente corruptos, pero a la vez muy fieles al régimen. La segunda vertiente, en cambio, proviene desde fuera del partido, del llamado por Navalny «voto inteligente». «Vota por cualquiera que no sea Rusia Unida», fue el lema acuñado por Navalny, hecho suyo por gran parte de la oposición marginada.
De más está decir, los comunistas no esperaban ese insólito 19%. Algunos de sus dirigentes se sienten incluso sobrepasados por electores que con el ideario comunista no tienen nada que ver.
Evidentemente, sus dirigentes no están preparados para dar el paso que los ha llevado a convertirse, en contra de su voluntad, de un partido ideológico en un partido de protesta antiputinista. No así el antiguo dirigente del partido Ziugánov quien afirmó que, por las razones que sean, los votos obtenidos «son nuestros». Bajo esas circunstancias han comenzado a aparecer otros líderes comunistas que se han dado cuenta del enorme potencial abierto para su partido si logran obtener votos provenientes del descontento generalizado.
El precio podría ser la transformación de los comunistas en un partido moderno, una especie de socialdemocracia a la rusa. Uno de los representantes de esa nueva tendencia, Valeri Rashkin, no vaciló en acusar al régimen de criminal y ladrón de votos. Algunos, de improviso, intentan ahora presentarse como defensores de Navalny en contra de la posición oficial del partido. Uno de ellos es Mikhail Lobanov, joven líder comunista que ha declarado abiertamente su apoyo al carismático preso político.
En otras palabras, al interior del PCR ha sido desatada una lucha de fracciones entre putinistas, centristas y navalnistas. Esa es también la relación de fuerzas que existiría en la sociedad rusa si no fuera por los fraudes de Putin. Dándose cuenta de que en esos fraudes reside el punto débil del régimen, el citado Rashkin ha iniciado desde ya una campaña por la eliminación del voto digital, manipulado por los funcionarios de Putin. Una reivindicación altamente importante, sobre todo si consideramos que a nadie pasó desapercibido el hecho de que los candidatos putinistas habían perdido la mayoría absoluta en los recuentos manuales. Los votos digitales, fácilmente manipulables, dieron vuelta radicalmente –y a última hora– el resultado de la elección.
No obstante, de acuerdo a los resultados electorales oficiales, no ha pasado nada en Rusia. El lema de «la democracia controlada» sigue vigente y, según las agencias noticiosas, que solo se atienen a las cifras, Putin podría respirar tranquilo. Sin embargo, sucedieron muchas cosas. Y esas no pueden pasar desapercibidas.
En primer lugar, las sospechas acerca del fraude digital de última hora han sido verificadas. Hay además, hasta el momento, más de 5.000 denuncias sobre irregularidades en el proceso de recuento manual. Suficiente para saber que la mayoría absoluta ya no la tiene Putin, aunque diga tenerla.
En segundo lugar, ha aparecido el voto-protesta, ordenado en torno al PCR. Objetivamente, y eso lo sabe toda Rusia, el sistema político ha pasado a ser informalmente bipartidista.
Y en tercer lugar, se abren posibilidades (por ahora solo posibilidades) para una socialdemocratización del PCR, convertido por los «votos inteligentes» no comunistas, en un partido contestario al régimen.
Y bien, nada de eso habría ocurrido si es que en el conjunto de la oposición rusa no se hubiera impuesto la línea electoral en contra de las corrientes abstencionistas. Gracias a esa línea está tomando forma una intensa lucha en contra de la manipulación de los sufragios. Y en el marco de esa lucha, viejos partidos están siendo renovados a la vez que nuevos liderazgos emergen en la superficie política.
Nadie piensa, por supuesto, que el régimen tiene las horas contadas. Todo lo contrario, en un enorme país sin tradiciones democráticas como Rusia, el modo putinista de gobierno representa la continuidad y en ningún caso una anomalía histórica.
Pero, por otro lado, es innegable que Rusia seguirá siendo un escenario donde tendrán lugar intensas luchas democráticas. El objetivo inmediato es que en el trayecto que conduce hacia las elecciones presidenciales del 2024, Putin se vea obligado a realizar algunas concesiones «liberales». Para los demócratas occidentales eso es muy poco, para los demócratas rusos, en cambio, es mucho.
El viejo topo de la historia sigue cavando.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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