Sadim y el Metro de Caracas, por Tulio Ramírez
Definitivamente Sadim ha tocado al Metro de Caracas. Es la única explicación que encuentro para tanto desastre. Antes de la llegada de Sadim este servicio de transporte masivo era la joya de la administración pública republicana, o de la IV República como le gustaba decir al innombrable. En los remotos tiempos de la democracia, el buen servicio, pulcritud de los espacios, cortesía de los trabajadores y puntualidad de los trenes, inducia al usuario al buen comportamiento. Nadie se atrevía a botar un papel fuera del cesto de la basura, las miradas recriminadoras de los demás constituían la peor sanción.
Este comportamiento modelo de los caraqueños contrastaba con la anarquía que se vivía en la superficie. Allá arriba los conductores irrespetaban las luces del semáforo, no se cedían los puestos a los ancianos y lisiados, ni los transeúntes ayudaban a nadie a cruzar las calles. Esos mismos infractores y descorteces se comportaban como príncipes y princesas no más pisaban las escaleras eléctricas para acceder a los andenes del subterráneo. Pero llegó Sadim y mandó a parar.
Ahora ingresar a cualquier estación del Metro caraqueño podría catalogarse como una experiencia límite. En estos días iba a la Universidad Católica Andrés Bello a dictar clases y decidí tomar el Metro en la estación de Zona Rental. No quiero detenerme en el deterioro de las instalaciones, la falta de alumbrado, la suciedad y la falta de personal, solo me referiré a la dinámica del servicio.
Después de esperar casi 40 minutos llegó el tren con dirección a Las Adjuntas, léase bien, con dirección a Las Adjuntas, o sea venía de la estación Bello Monte. La larga espera hizo que se acumulara un gentío. La entrada al vagón fue catastrófica. Una viejita rodó en el tropel y nadie la ayudó a levantarse. Un muchacho con unos tutores a la altura del muslo fue revolcado por la multitud y una niña quedó fuera del tren gritando a su madre que pudo a empellones ingresar. Los gritos “déjenme salir” de la madre desesperada, no provocaron ningún eco en la audiencia.
Después de acomodarnos o de compactarnos, el tren demoró por lo menos 13 minutos más en cerrar sus puertas. El calor era agobiante, los aires acondicionados no servían, pero la gente tenía fe en que, como sucede con los aviones, al arrancar se encenderían.
Durante ese rato ni la niña podía entrar ni la madre podía salir. “Déjenme salir” y “mamá, mamá” eran gritos que se volvieron parte del paisaje acústico del vagón. Parecía una escena de una película sobre el Holocausto. Todos rumbo a Auschwitz.
Luego de esa tediosa y sofocante espera al fin se cierran las puertas. Lo cumbre es que una vez cerradas se escucha por el altavoz que la siguiente parada era “la estación de Bello Monte”. Se armó el escándalo. Todo el mundo iba vía Las Adjuntas. Así, entre el “Déjenme salir” de la madre atrapada en la multitud, el consabido “Maduro, co………madre” y otros cientos de improperios y maldiciones, el tren regresó a la estación de donde había partido.
Finalmente, la gota que rebasó el vaso. El clímax de la exasperación llegó cuando la misma voz aterciopelada anunció que, por motivo de algo que no alcance a escuchar, los usuarios debían abandonar los vagones. Definitivamente todo lo que toca Sadim lo vuelve m……. ¡Ah se me olvidaba!, Sadim escrito al revés se lee Midas, aquel que convertía en oro todo lo que tocaba.