Safari, por Omar Pineda
“Claro que sí… de bolas que me gusta robar, nojoda. Y cuando yo atraco, disparo a la cara para que no me sigan mirando, ves…”. Digamos que más o menos así debió ser el crudo alegato del Wincho, en aquella noche que a David se le dificulta borrar. Halla alivio en el hecho de que la confesión del hampón con una fama que crecía por el número de víctimas que dejaba como reguero, expresada de forma cruel y contundente, sin el menor asomo de remordimiento. Más bien se adornaba con gesto de vanidad y exhibicionismo, pero también como desafío para que supieran que no les tenía miedo, le sirvió de excusa para hacer lo que hizo. “Por eso, Omar, fue que apreté el gatillo, porque esa vaina a mí me repugna… pero no íbamos aceptar tanta insolencia”, recupera David, con un ahogo que se refleja en el semblante aunque haya ocurrido hace treinta años, tiempo para olvidar que para él no le está permitido.
Aquella noche resbalaba entre lo espeso y lo sombrío. Había oscurecido más temprano y llovía con furia sobre la ciudad. Si no fuese porque David me lo ha narrado con naturalidad –sospecho que detrás de su confesión se oculta la vergüenza– mientras nos tomamos otra cerveza, cualquiera estaría por afirmar que este hombre algo huesudo, rostro cruzado de arrugas y cabeza poblada de canas, está mintiendo.
Pero es que yo conozco a David desde que lo conocí detrás del mostrador con su hermano Alfredo en la ferretería de San Agustín del Norte, donde atendía con más inclinación por ayudar a la gente en asuntos de albañilería en lugar de vender alicates, martillos y clavos. “Te lo cuento ahora porque fue la segunda vez que me uní al grupo de tu cuñado y de los otros vecinos en esos operativos alocados como quien se iba viaje de safari y lo sueltan en una selva para matar a cuanto animal se mueva”, lo resumió con frialdad. Su rostro era menos suave, brillante y sereno que cuando lo conocí. Hablaba con una mezcla de tristeza, de irritación y hastío. “Ahora que el tiempo ha puesto algunas cosas en su lugar y tres de los cinco amigos que salíamos esas madrugadas ya no están, siento la necesidad de contártelo para que alguien lo conserve como testimonio de un hecho que no sé si calificarlo como un acto de justicia o un error”.
Doy fe de la sinceridad de David. Recuerdo que desde el balcón yo observaba en las noches esas reuniones de los cuatro, recostados de algún carro. Nunca sospeché que detrás de esas simples chácharas entre vecinos se ocultara su modus operandi para hacer justicia por sus propias manos. David me corrige. Tres noches a la semana, de espalda a todos los ruidos del mundo, se congregaban en la acera del edificio y luego subían a la camioneta negra 4×4 de José Luis y salían a buscar choros y drogadictos.
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Estaban lejos de ser policías o gente violenta. En el fondo no eran más que unos ciudadanos, simples amigos que animaban los festejos de la calle en las esquinas de Plaza a Ricaurte, y que rendían visitas familiares en navidad o se fotografiaban en bautizos y piñatas de los chamos. Hoy me entero que ese blindaje de la amistad estaba sellado por el secreto de fusilamientos que ejecutaban con frialdad. Repito, no eran asesinos sino que actuaban impulsados por un llamado de justicia, sin dudas mal interpretado y reforzado por las noticias de sucesos que exaltaban la impunidad criminal.
Un padre de familia asesinado cuando volvía de noche a su casa en Petare o una chica que subió una mañana al Ávila y fue hallada sin vida en un recoveco de Sabas Nieves, apuñalada y sexualmente abusada. Eso a cualquiera le hervía la sangre y hacía que flotara en el ambiente la sensación de que nadie estaba exento de la inseguridad. No solo lo confirmaban las páginas rojas. Para ese entonces lo subrayaba el éxito del “hombre de la etiqueta”, personaje que encumbró al actor Carlos Márquez en la telenovela Por estas calles, y que pudo haber servido de elemento percutor para que estos buenos ciudadanos salieran de noche y regresaran de madrugada con las manos rayadas de sangre. Luego se acostaban en sus camas, menos tensos y la conciencia tranquila: habían hecho un favor a la sociedad.
David vuelve al tema. Te cuento: en mi primera incursión, cuando íbamos por el puente de Bello Monte, uno de los nuestros observó algo raro a un lado del río Guaire. José Luis se detuvo y procedimos imitando los operativos policiales, tipo SWAT. José Luis permaneció en la camioneta Rafael se atrevió a bajar y sorprendió a un degenerado que intentaba abusar de un niño de la calle. Tan concentrado estaba dedicado a sus inmundicias que no se dio cuenta de nuestra presencia y que le gritamos que parara, mientras el niño se perdía lloriqueando por la ladera del río.
No pudimos dar con él porque por más que lo buscamos aprovechó la oscuridad para esconderse en algún lugar. A cambio, sometimos al abusador y Rafael, el único que tenía contacto con la Policía y que por ello nos había sacado carnet falso como miembros ad honorem de la Policía Militar, llamó a la Policía Metropolitana quienes respondieron que iban en camino. Tras treinta minutos de espera, decidimos llevarnos al sujeto –tendría unos 30 años, desaliñado, sucio y aspecto de drogadicto– hacia El Junquito, nuestro campo de tiro y lugar donde le dábamos matarile a los choros. Lo interrogamos y fue cuando el tipo se vanaglorió de sus fechorías. Lo sentenciamos: un disparo en el pene. Solo que además de volarle el miembro la bala siguió su trayectoria y se incrustó en la pierna.
Empezó a sangrar sin parar, de manera que nos asustamos y lo dejamos tirado en el estacionamiento de un restaurante, con un cartel colgado: “Soy un violador de niños”. Tú sabes, al estilo del comisario de la etiqueta. Bajamos a nuestras casas y no se habló más del tema hasta el fin de semana cuando Ernesto mostró la información publicada en Últimas Noticias en la que daba cuenta de que el hombre había fallecido, y entonces se acabó la tensión que cada uno cargaba por dentro. Celebramos con una caja de cervezas y a la semana siguiente, volvimos a planificar una nueva incursión, nos subimos a la camioneta de José Luis y de nuevo salimos a cazar.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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