Saltarse el protocolo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
A Mayra le ocurren cosas bizarras que no por ello dejan de ser motivos de reflexión. Nuestra amiga vive en un pequeño estudio en la Barceloneta, como se sabe, un antiguo barrio de pescadores gracias a su vecindad con el mar pero que con el paso de los años, tiempos revoltosos, se ha convertido en lugar que los residentes deben compartir con quienes alquilan el piso a turistas de fin de semana, por lo general jóvenes dispuestos a festejar, y por tanto ruidosos, particularmente alemanes y gente de otros sitios europeos. Esos que después la quinta cerveza más alguna cápsula se transforman en quienes nunca han sido y acaban dormidos sin ropa en la playa o se caen a golpes entre ellos mismos hasta llegar al agotamiento y quedar tendidos en plena vía.
De eso Mayra ya parece estar acostumbrada. Pero lo que no soporta son las discusiones violentas de una pareja en el edificio de enfrente que debido al estrechamiento de la calle su apartamento casi roza con el del otro inmueble. Aún así, todo iba bien para una joven soltera, que no ha llegado a los treinta y comparte sus ratos libres al volver del trabajo con reuniones entre amigos. Hasta que llegó la noche en que un sujeto del apartamento del otro edificio golpeó salvajemente a su pareja, según los gritos de dolor que la mujer emitía con desespero. Cada semana la escena se repetía una y otra vez, y fue entonces cuando Mayra decidió cortar por lo sano y telefonear a los mossos d’squadra que se presentaron cuando todo se había calmado. Igual descendieron del coche policial y los agentes pulsaron el timbre del piso reportado como lugar de las peleas.
Nadie respondió y los muy espabilados agentes optaron entonces por contactar a la «denunciante anónima», o sea a Mayra, para que les ayudase a ubicar el escenario de la agresión. Incómoda, entre dormida y molesta, Mayra descendió. Apenas abrió la puerta del edificio lo primero que hizo fue preguntar si estaban haciendo lo correcto, ya que con el solo hecho de tocar el timbre de su casa la estaban identificando ante el maltratador. Los jóvenes policías, confundidos, apelaron a la respuesta burocrática: ese es el protocolo para proceder ante este tipo de denuncias. «Ah, ¿es lo que indica el protocolo?», preguntó desconcertada, mientras los agentes administraban su silencio. Mayra les dijo que obviamente no sabía cuál era el piso de donde surgían los gritos.
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Se disculpó porque no podía ayudarlos, más allá de la arriesgada llamada anónima que hizo y que ahora con la presencia de ellos en plena calle dejó ya de ser una denuncia anónima. «Es posible que haya tenido una pesadilla y confundí el mal sueño con la realidad», dijo finalmente con ironía y como excusa antes de cerrar la puerta del edificio y subir las escaleras arrastrando su irritación.
Una semana más tarde, cuando Mayra paseaba a Julia, su golden retriever, un sujeto que permanecía recostado de un poste, dijo en voz alta, como si hablara con otra persona, que conocía un sitio donde iban a parar los chivatos del barrio. Mayra no perdió tiempo, dejó a Julia en la casa y se dirigió a la comisaría, a unos 50 metros de su estudio, para reportar lo que cree es una amenaza. La respuesta fue muy propia del primer mundo: señora, venga cuando el ciudadano la haya agredido. Sumida en la frustración y el miedo, Mayra planteó el tema a un amigo, director de teatro callejero, a quien se le ocurrió, mejor que batirse en duelo contra el tipo, en aparecerse al día siguiente con el personal del elenco de la obra que estaban por estrenar.
Dispersos en la calle, los actores esperaron que apareciera el maltratador y ataviados con vestuarios diversos montaron un sketch surrealista fingiendo ser miembros de una peligrosa banda de la mafia. Antes de ponerse a pensar de qué iban las amenazas y gritos el hombre se cabreó. Tanto que al día siguiente se marchó con su mujer y se quejó ante los otros vecinos de que en el barrio ya no se podía vivir.
Una semana después le llega a Mayra la citación de la Policía para que aclare el caso de la supuesta violencia de género que denunció. Nuestra amiga se presenta y los tranquiliza porque no ha sabido más del caso. «Bueno, si es así, cerramos el expediente», responden y Mayra los observa con gesto de piedad y los felicita por su labor. Se contenta que gracias a la demostrada eficiencia policial ella podrá dormir tranquila. Los agentes se toman el halago en muy en serio y esbozan una sonrisa infantil de satisfacción. De hecho, le rogaron que dejara consignado por escrito ese reconocimiento verbal. Mayra sonrió.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España