Salvajismo, por Teodoro Petkoff

Esos salvajes que agreden a la gente en la llamada «esquina caliente», en el parlamento, en Puente Llaguno o en el TSJ, son enviados por el gobierno? ¿Sí o no? Este es un asunto que exige una rápida respuesta. Porque si son organizados, financiados y teledirigidos por algún funcionario gubernamental, estaríamos en presencia de una grave, inaceptable e intolerable vulneración de los derechos ciudadanos. Que en Puente Llaguno se haya instalado una «alcabala» que decide quién puede o no puede pasar hacia Miraflores es no sólo un atropello sino una violación del derecho de libre tránsito por el territorio nacional garantizado por la Constitución. ¿Qué autoridad nacional o municipal ha dado permiso a esos tipos para impedir el paso de otros ciudadanos por ese sitio? ¿Se amparan los miembros de esa banda en alguna autoridad legal? ¿Se sienten guapos porque están apoyados? El gobierno nacional debe responder sobre esto porque en ningún país democrático es admisible que el gobierno constituya bandas que usurpan la autoridad legítima y actúan con violencia contra los ciudadanos. Ningún gobierno puede utilizar a los fines del orden público organismos distintos a los policiales. Si lo hace no puede quejarse de que quienes se sientan agredidos decidan responder en la misma forma y se generalice la violencia. Si el gobierno cree que apadrinando pandillas de salvajes asusta a sus opositores, se equivoca de medio a medio. Violencia llama violencia y si el gobierno, que debe ser el garante del orden público, propicia la violencia, abdica entonces de una de sus principales atribuciones. Porque, entre otras vainas, uno paga impuestos para poder caminar relativamente seguro por las calles, protegido de unas bandas de tonton macoutes como los de Duvalier, que actúan impunemente porque son del gobierno.
Pero si la respuesta es que esas son bandas fuera de todo control gubernamental y que operan por su cuenta, pues peor aún, porque ello revelaría que este gobierno ya no tiene autoridad ni para que sus acólitos le obedezcan. Si este se ha vuelto un país donde cualquier pandilla de energúmenos puede actuar impunemente, sin que autoridad alguna los someta, entonces es que ya no hay ley y cada quien está autorizado a defenderse por su propia cuenta. El hampa ha impuesto toque de queda en las barriadas populares, infestadas de cobradores de peaje y otras delincuencias. Las urbanizaciones tienen todas sus calles cerradas por casetas de vigilancia. ¿Nos obligarán los delincuentes «bolivarianos» a desplazarnos por las calles de la ciudad con guardaespaldas, para protegernos de sus ataques, en vista de que las autoridades constituidas se hacen las locas? Esta vaina es más grave de lo que parece. Sean o no dirigidas por el gobierno estas bandas de cayaperos cobardes, a éste le toca impedir que continúen con sus prácticas agresivas. Porque el orden público es su asunto y si no puede garantizarlo, ¿para qué lo queremos?