Sangre de nosotros por Fernando Rodríguez
Al gobiernito de Maduro le ha dado porque los medios, a los que desea acallar y castigar, tienen buena parte de culpa de esa indecible tragedia nacional que es la criminalidad desbordada, por andar mostrando morbosamente a los venezolanos y al mundo esas realidades. Es decir, que habría que guardar secreto, silencio, sobre nuestro mayor miedo, nuestra más dolorosa herida, nuestra mayor vergüenza, con la finalidad de no mostrar la incapacidad ilimitada, la desidia flagrante y la complicidad del régimen con tanta sangre que corre por el territorio nacional. Lo que nos convertiría, a quienes podemos y debemos hablar, en actores por omisión en ese monstruoso escenario. Simplemente no lo haremos, no podemos callar.
La semana pasada ha sido francamente espantosa, en cantidad y también en la singularidad de algunos fenómenos del terrible mal. Lo de la cárcel de Uribana, sus 60 muertos y más de un centenar de heridos nos vuelve a mostrar, como pocas veces en nuestra historia, nuestro infierno carcelario y la imposibilidad gubernamental de ponerle coto, al menos alivio. Allí está, como siempre, lo inexplicable: los arsenales de armas en manos de los reclusos y toda la corrupción que lo permite, la torpeza y la saña de la represión, la incapacidad de oír los reiterados alertas nacionales e internacionales (la odiada CIDH, por ejemplo), la falta de un mínimo de criterios y voluntad para cumplir una tarea a todas luces manejable como lo hacen incluso países cercanos a nuestros perfiles societarios.
Hubo la condena de la misma CIDH por el noveno de los muertos de la familia Barrios, esa saga insólita que se ha desplegado durante más de un decenio y que parece el desarrollo de la más siniestra venganza mafiosa. Tan solo que quienes la han llevado a cabo, en la mayor impunidad, son agentes del orden, miembros de la policía de Aragua. Sin que se haya oído ni siquiera una sentencia contra Venezuela sobre el caso y órdenes de proteger a esa familia trágica, provenientes de la mencionada comisión continental. Todo a pleno día y con la mayor alevosía, sin espanto ni culpa.
Y qué decir de los tres muertos del 23 de Enero a manos de una organización paramilitar, que ha condenado a 15 más, sin que podamos precisar las verdaderas razones. Pero algo queda claro, alguien se otorga el poder de asesinar usando el nombre del pueblo y de la revolución, anomia de vieja data que no solo ha contado con impunidad reiterada sino con la complicidad, explícita más de una vez, de sectores y personalidades oficialistas. Y sigue siendo de los lados más oscuros y potencialmente amenazantes de un gobierno de muchos sótanos sombríos.
O ese policía del Cicpc, asesinado en Ocumare del Tuy por una poblada de vecinos, por haber participado en la muerte de un supuesto delincuente local que en alguna prensa se señala como un Robin Hood de la vecindad. Lo que plantea las mayores paradojas de moral pública. Parte de una lógica que pudiese estar minando la convivencia mínima en muchas comunidades abandonadas por la mano de Dios y donde el delincuente es protagonista, actor legitimado y privilegiado, de formas sociales que conocemos muy poco y que indican hasta dónde llega nuestra descomposición cívica.
Por último, leemos el sábado que un grupo asesina a un individuo, en Caracas, de 60 balazos. Y uno se pregunta para qué matarlo 60 veces si la vida es una, frágil y breve.
Armemos el rompecabezas y veremos configurarse el rostro de un ser nacional con síntomas de la mayor podredumbre, engendro del caos y la violencia.
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