Se puede llamar izquierda, por Fernando Rodríguez
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Nadie sabe cuántos de nuestros hábitos van a cambiar después que salgamos del coronavirus. Y es de esperar que salgamos. A lo mejor utilizaremos más el trabajo y la educación on line. A lo mejor miraremos al hombre y su gesta en la tierra como más frágil y endeble. Por referirnos a dos planos muy separados de la vida.
Ahora bien, yo creo que olvidaremos en pocos años los sufrimientos, los muertos, el encierro y sus torturas. Así ha pasado siempre. El olvido es una de los menos nobles, pero más efectivos artificios para sobrevivir de la especie humana. Después de la masacre de decenas de millones de seres humanos en la segunda guerra mundial vinieron los a veces llamados «felices cincuenta». Y el dolor cierto e insondable de la muerte del ser muy amado termina y la vida continúa.
Hasta hay una técnica analítica para regular ese tránsito que Freud llamaba duelo. Pero no tratemos de jugar a las profecías, aunque estas sean de corto vuelo.
Pero lo que sí me aparece como una convicción, sustentada por elementos muy objetivos, es que cuando salgamos de la enfermedad y el encierro, que repito confiamos en que lo logren las vacunas, va a haber una hecatombe económica pocas veces vista. La cuantía y la duración queda en manos de los expertos, pero no hay duda que va a ser de gigantescas proporciones. Y, también es una elemental certeza, ella va a golpear con inusitada fuerza a los países y a los individuos más pobres del planeta tierra.
Como quiera que estos ya padecían de notables carencias no hay que imaginar demasiado las nuevas miserias, enfermedades y muertes. Esto necesariamente habrá que enfrentarlo. La historia dirá cómo.
Es posible que los ricos levanten nuevos muros y asfixien a los que griten. Es posible, lo contrario, que los míseros luchen por lo que le corresponde de los bienes terrenales del hombre y algo de satisfacción consigan. Es posible que los ricos no sean tan cerdos. Y los pobres sepan transar racionalmente. Todo es posible.
Como sabe cualquier lector de periódicos, la desigualdad se había convertido en el gran tema del todavía joven siglo que vivimos. Hasta en los países prósperos del norte en que las clases medias ya no soportaban el estancamiento de su situación –en sociedades que no hacen sino exaltar el consumo y el éxito individual– y la concentración creciente de la riqueza en pocas manos.
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Eso causaba fenómenos como las calles llenas de protestatarios. Las de París, por ejemplo, otrora llamada “reine du monde”. O el nacimiento y aterrante desarrollo de las ultraderechas y hasta de nazis puros y duros no solo en partidos amenazantes sino incluso en gobiernos de ese primer mundo, algunos otrora socialistas, que es la forma perversa de renegar del estatus quo y los políticos que lo gerencian.
Bueno, esa desigualdad ya insoportable y que conmovía el planeta – por ahora no hablamos de otras desigualdades igualmente belicosas, como la racial, la sexual, la étnica, la religiosa– va a multiplicarse aterradoramente. Pensemos en África y, para no ir lejos, en esta América que va a perder al menos un decenio de desarrollo –eso dicen–, diez largos y penosos años.
Y, sobre todo, pensemos, nosotros venezolanos, en este país vuelto un guiñapo, una sombra, un hoyo sin fin. Donde ya no parece que tienen cabida ni siquiera nuevos males, pero que vendrán
Ahora si me atrevo a afirmar que es una de mis convicciones, y mis deseos, que surja una nueva forma de izquierda, de un movimiento capaz de luchar por los humildes de este mundo que ya no pueden soportar más humillación y dolor.
Una izquierda que haya aprendido al menos dos lecciones de los muros y las estatuas caídas; que no se puede concentrar el poder económico en el Estado porque se genera la tiranía, el hombre es también un cruel depredador y que no se debe castrar la iniciativa individual, privada, porque ella es parte fundamental de la creatividad y el progreso humano.
Pero sí que recuerde que no es justo que mientras unos derrochan por derrochar otros mueren por la falta de un medicamento o el pan de cada día. Eso que hace despreciable a la humanidad presente.
En cuanto salgamos de nuestra banda delictiva y reaccionaria, de nuestros amigos no muy santos, tenemos que mirar muy de cerca a los moradores de Petare y a los habitantes de Delta Amacuro y Apure viviendo su desolación. No hay otra salida decente que compartir con ellos.
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