Secretos, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Llegué del trabajo a casa, a eso de las dos y once, preparé una ensalada porque el excesivo calor no me permitía comer un almuerzo de los míos y aproveché algunos minutos sobrantes para echar una siesta. Pero la alarma del móvil no sonó, de modo que desperté veintitrés minutos más tarde. Habíamos quedado en vernos a las tres, ya que –me lo dijo en una extraña atmósfera de misterio y congoja– era crucial lo que tenía que confesarme. Prescindí de la ducha y me vestí con lo primero que hallé en el armario. Bajé las escaleras, salí, compré un ramo de rosas rojas y ya en el metro le envié un mensaje pero no contestó.
En el trayecto me dio entonces por elucubrar cuán importante era lo que debía decirme que no lo adelantó por teléfono. Pensé de inmediato en Roger, el abogado de la oficina donde trabaja. ¿O será que se cansó de mi amor obsesivo o que se topó con Lina en una reunión y ella le describió algunas de mis manías? ¿O la despidieron o estará embarazada de Roger y este no quiere escándalos porque está casado? Cuando al fin llegué a la estación, salí disparado como una bala, subí los escalones de tres en tres y me dirigí casi sin aliento a su edificio y entonces la veo sentada en la cornisa de su ventana.
El número de vecinos que se amontonaban aumentaba cada vez más mientras un oficial de la Policía trataba de calmarla hablándole desde un megáfono, al tiempo que los otros agentes intentaban sin éxito despejar de curiosos el sitio, en espera de la malla protectora de los bomberos. Escuché que una señora contó los pisos y exclamó «¡ay, Dios! está en la planta diez». La miré por encima del hombro, no con desaprobación a su morbo sino para corregirle: «Once, señora, piso once».
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Me dirigí al oficial y le expliqué que esa chica era mi novia. Achicó los ojos, como suelen hacer los comisarios que están a cargo de una investigación policial para precisar si les mienten. Al cabo de unos segundos me preguntó si ayudaría que yo le hablase por megáfono, dudé porque ¿qué debía decirle? y cuando al fin cogí el aparato para accionarlo apareció Roger. No lo conocía pero escuché que se identificó y dijo que trabajaba con ella en un despacho de abogados. Era un tipo bajo, pálido, sin duda más joven de lo que yo suponía.
Su presencia me desconcertó y cuando pulsé on para hablarle, ella perdió el equilibrio y para estupor de la gente que alzó un grito colectivo de pavor, su cuerpo se vino abajo estrellándose con un ruido seco contra el pavimento, justo cuando llegaban los bomberos para extender la malla que luego debieron guardar.
El móvil se volvió añicos y en su mano izquierda tenía agarrado algo como un papel. Roger se desmayó y mientras los bomberos, paramédicos y policías se abalanzaban hacia el cuerpo inerme, yo me colé y desesperado la abracé sin parar de llorar, hasta que los policías me sacaron a golpes y empujones. El oficial se me acercó y me ordenó que me tranquilizara y que le esperara porque de ahí nos iríamos a la comisaría para el interrogatorio. Mientras se sumaban más curiosos y otros vecinos y transeúntes se asomaban desde lejos y terminaban llevándose las manos a la cabeza, yo guardé el papelito en el bolsillo de atrás de mi pantalón y me esfumé.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España