Segundo acto, por Fernando Rodríguez

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El presidente Trump dio por terminado el primer capítulo de la batalla en el mar caribe, casi exclusivamente con Venezuela, desde donde se supone enviaban cuantiosas cantidades de drogas al imperio, primer consumidor del globo. Los daños causados a su población se suponen enormes. La respuesta gringa, toda una armada, hasta con un dispositivo nuclear, acarreó la destrucción de cuatro lanchitas y una quincena de muertos.
Venezuela trató de enfrentar el reto de diversas maneras. Una fue la de desafiar y exhibir sus fuerzas armadas – especialmente llamativas sus milicias improvisadas y en fase de primer aprendizaje– y aceptar militarmente el desigual desafío, a lo Vietnam.
Las siguientes fueron maniobras diplomáticas, por demás extravagantes. Un discurso de Jorge Rodríguez donde describía una conspiración de la derecha nacional para atentar con el arrumbado edificio sin uso de la embajada norteamericana y el celo del gobierno, ¿de izquierda?, para protegerlo. Resultó tan insólito el relato que la Casa Blanca decidió no analizarlo. Más o menos sucedió lo mismo con una carta bastante cálida del presidente Maduro exponiendo sus buenas intenciones. Y algunas otras muestras de cordialidad, como mantener el diálogo con el bueno de Grenell, que fue brutalmente cortado.
Las lanchitas en verdad no merecían semejante castigo. Para empezar porque no se mostraron pruebas muy elocuentes de su mala vida y, aun siendo esta cierta, hay mejores maneras internacionales de tratar con el delito. Pero, ya se sabe, que para Trump hay que convertir cualquier desobediencia a su mandar en un acto de guerra, hasta la vida parroquial de Chicago y otras ciudades demócratas por sus malos pensamientos.
Pero un buen día amanecieron órdenes categóricas que indicaban que ya no se tolerarían más ambigüedades. Ni diálogo escondido, ni continuar en la mar que ya estaba desierta, sin lanchitas siquiera, atestiguó el mismo Trump. Pasamos a la tierra, más sólida y donde habitan en carne y hueso los traficantes que hay que acabar, el cartel de los soles comandado por Maduro y cuya cabeza vale 50.000. 00 $.
Pero vale la pena señalar que el nombrado Cartel es también la élite del gobierno nacional, lo cual manifiesta de manera ejemplar la vinculación entre la gestión policial que antes tenían sus muy formales y especializados cuerpos y la militarización y politización de la nueva forma de combatir esos males, una especie de variante de la guerra. Maduro es el capo del poderosísimo Cartel, y es el Presidente, por falso que sea – realmente lo es– de la nación. Esa dualidad es por demás interesante.
Sirve para utilizar cada una de las categorías para cada circunstancia. Si es necesario disfrazar de política la acción policial, en este caso la que suele hacer la DEA, la obligación de asediar a los criminales envenenadores de la población americana. O viceversa si la función policial no es adecuada pues se apela al terrible y casi inigualable fraude electoral de julio del 24, la razón política, la pasión por la libertad y la solidaridad.
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En cualquier caso serán instrumentos de la batalla en tierra. Bien apertrechados para una lid con suficiente armamento jurídico para hacerla decente ante el mundo, al fin y al cabo Trump cree merecer el Premio Nobel de la Paz. Y quién quita que lo gane, aunque sea haciendo una guerra a su manera. Y quien quita, subrayémoslo varias veces, que de toda esta egolatría guerrerista y pacifista renazca nuestra masacrada democracia. El juego es complejo.
Digamos, por último, que lo que no barruntamos es el uso de las armas, su calidad y su cuantía, que podría ser la medida de todos los posibles.
PS El merecido Nobel para María Corina, del que me acabo de enterar, de madrugada, le da una voltereta a todo lo dicho, para bien y luminosa justicia en el país y tristeza trumpeana.
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