Señor Gigante, me dirijo a usted…, por Carlos Alberto Monsalve
En estos tiempos, de calamidades y penurias, quizás resulte lo menos ocurrente y oportuno escribirle una carta a un gigante.
Pero la verdad es que por este lado del mundo ya llevamos lo que va de siglo viendo tales cosas que nada nos sorprende.
Todo lo inaudito cabe en esta versión maltrecha en que se ha convertido la Tierra de Gracia que creyó ver Colon.
De tal manera que escribirle una carta a un gigante, para algunos aldeanos, parece no ser tan descabellado, aunque a la vista de terceros resulte, por lo menos, insólito. Porque a todas estas, ¿qué razón nos puede motivar a escribirle una carta a un ser tan monumental?
He aquí el primer problema con el que nos tropezamos: la razón de ser de la carta.
En mi niñez, en el ambiente de mi hogar, una carta era una apreciada ofrenda de la palabra escrita, una lámpara mágica que frotada con la lectura hacia aparecer en nuestra imaginación cualquier cantidad de cosas construidas con letras, quizás un pedacito de tierra distante, una emoción o un sentimiento hecho imágenes a través de la metamorfosis de la palabra escrita a la palabra leída, convertida en un lazo, que nos poníamos los destinatarios en la memoria, del tamaño de la impresión que nos causara su contenido. Pero se me hace que una carta a un gigante adolece de esos atributos que mi nostalgia infantil, con gracia, me pone al desnudo.
Entonces, ¿cuál puede ser el motivo de que le escriba una carta?, ¿será razón suficiente, que esté pasando por un momento en que esté harto o insatisfecho con mis iguales? De ser así, hay que tomarse las cosas con cuidado porque de esas insatisfacciones han surgido monstruos que han poblado la historia.
Por ello me surge la inquietud de si, antes de la carta al gigante, no deba repara primero en cuál es la necesidad de que haya un gigante.
En la mente febril del Quijote de la Mancha los gigantes eran reales, en tanto necesarios, ya que representaban la justificación de su misión. Para el Caballero de la triste figura, no había argumento de su escudero Sancho Panza que lo hiciera desistir de su combate contra gigantes y de allí a la posteridad, en el canto de los juglares que celebrarían su hazaña.
Pero que hazaña podemos celebrar por estos lares que no sea la de la sobrevivencia.
Es posible que quizás, atrapados en esa situación de sobrevivencia, a algunos se les haya ocurrido, en su imaginación, que vendrá un gigante de otras latitudes a salvarnos de tanta precariedad.
Y si fuese ineludible, porque te levantas en alguno de esos días kafkianos, que suelen ocurrir por acá, y te encuentras cual Gulliver en el país del gigante, ¿cómo escribirle una carta?
Responder al como no es asunto fácil, porque se trata de la manera, y entrar en ese territorio es entrar en el territorio de los gustos, cosa delicada esta.
Presumir en eso de cómo quiere ser tratado un gigante es como muy riesgoso, por lo que es necesario tener la mayor certeza sobre el asunto.
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Pero vivimos unos tiempos llenos de incertidumbre, pareciera que todos viviéramos con la sensación de que la incertidumbre llegó para instalarse en nuestras vidas.
Para subsanar tal embrollo, el sentido común nos dice que se debe recurrir a los modelos que estén a la mano de lo que es un gigante, pero por aquí eso no resulta una feliz alternativa.
Lo más próximo, en estos días y en este país, se reduce a un caprichoso calificativo, de escasa credibilidad, que le endilgan a un personaje y al que le adicionan la condición de eterno, pero como nos recuerda Ortega y Gasset: ¨La vida eterna seria insoportable¨, y paradójicamente no habría tiempo para escribirle una carta.
Ahora bien, si a esta experiencia kafkiana, ajena de pandemia y crisis humanitaria, se le pone condiciones tales como que tiene que participar en un concurso y el tema es el amor de que debe ser objeto el personaje, ya la cosa se torna inaccesible, porque ¿qué mortal puede estar a la altura de semejante tarea?
Ante el riesgo de que este despropósito se extienda ociosamente, en una serie interminable de disquisiciones, surge la inquietud de ¿por qué el empeño de algunos en querer compartir su visión tan minusválida de sociedad, de país, de vida?, y ¿cuán entronizado está en nuestra idiosincrasia el germen del caudillismo que ha copado una buena parte de nuestra historia?
En lo que respecta a nuestra generación, testigo de este calamitoso siglo que nos ha tocado vivir, ¿qué grado de responsabilidad le compete en este asunto?
¿En qué página de la Venezuela Heroica, de Eduardo Blanco, quedó estampada nuestra renuncia a ejercer la ciudadanía de lo cotidiano, en aras de una fantasía épica con la que estamos permanentemente en deuda?
¿Qué veleidad de la Venezuela saudita, la del ¨ta barato dame dos¨, se enquistó en nuestra nacionalidad y la ató a una esperanza mesiánica?
¿Cómo hemos lidiado con el asunto de elevar a los altares del populismo a la figura de Juan Bimba, a la hora de pensarnos como sociedad?
Ante tamañas interrogantes, me aferro a la esperanza y visualizo, a través de un entresijo de deseos, las figuras del Quijote y Sancho Panza, sobre un paisaje de librerías cerradas, deambulando entre habitantes perplejos, y oír decir al Quijote a su escudero, con la intención de que le oigamos todos: ¨Después de las tinieblas espero la luz¨.
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