Sentimiento de dolor, por Marcial Fonseca
Twitter: @marcialfonseca
Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida;
el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Jn. 11.25
Todas las muertes parecen iguales; la desolación las acompaña, aunque la manera de enfrentarla o de auto consolarnos hace la diferencia. Cuando un ser querido nos deja, queda la alegría de haber estado en sus vidas y en la nuestras por décadas; y lentamente el sufrimiento se desvanecerá; más, a veces son muy desgarradoras. Este es el caso para el autor ante la partida de su querida hermana Coro. Pero empecemos por el principio.
Las circunstancias para la tristeza venían incubándose desde hace varios años. Empezó cuando la situación política local hizo asfixiante la vida, las oportunidades pertenecían a los militares y a los acólitos de partido político gobernante, y la necesidad de abandonar el país se convirtió en una realidad dolorosa; al principio con las comodidades aéreas, pero pronto en la desolación de las vías terrestres.
Esta diáspora nos esparció por el mundo, tuvimos que acostumbrarnos a las redes sociales para vernos. Las reuniones eran a través de las cámaras de los móviles o computadoras portátiles, eso alivió las impotencias, ausencias e irrupciones; y había el consuelo de que cada cierto tiempo, según el éxito monetario de cada quien en su nuevo hogar foráneo, se podía viajar a la tierra añorada, al menos una vez cada dos o tres años.
Luego, nos llegó la plaga sinense, que rápidamente se hizo bíblica. Esta pandemia, cual bestia destructora milyunanochesca, empezó a hacerse sentir como una sombra de avispas cuyos aguijonazos no sobresaltaban; pero si dejaban huellas. Por razones de bioseguridad, las conversaciones fueron substituidas por conferencias vía zoom; y para los familiares que se quedaron en nuestra tierra de gracia, la desgracia vino acompañada por la incertidumbre de si la vacuna llegaría a ellos, y no solo a los del régimen.
Cuando finalmente llegaba el mensaje texto con la cita para la vacuna, la alegría era un claro ejemplo de síndrome de Estocolmo; más humillación en la ya humillada vida de los que no habían podido salir.
Poco a poco la plaga sacó sus garras contra nuestra familia. Una sobrina, que luchaba en el frente de batalla, fue la primera víctima, su juventud y entusiasmo la hicieron victoriosa. Tres meses después, de un solo zarpazo, tres hermanos, otro sobrino y dos cuñados fueron postrados, y salieron triunfadores. Pero hace cuatro semanas, una hermana entrañable, La Negra, cayó en manos del virus. Los mensajes de voz iban y venían para animarla; la queríamos y necesitábamos con nosotros.
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La diáspora la había separado de sus dos hijos y tres nietos. Como abuela, jugaba con sus nietos como otro niño más: desde enterrarse con ellos en la arena marina, mantener al alimón una bomba en el aire o participar con ellos, con gran flexibilidad, en el juego Twister. El virus, empero, fue imponiendo su camino y finalmente mi hermana entregó su espíritu; ella que todavía tenia sonrisa para alumbrar las ahora conversaciones cibernéticas, y risa, que nos llegaban en mensajes de voz, para trasladarnos a nuestra solariega casa. Para el autor fue la hermana que lo toñequeaba cuando regresaba a Duaca de vacaciones de la Central, su alegría se desbordada por mi presencia; y nos está enseñando que hay partidas sin consuelo, solo pesar. En estos aciagos momento, navegamos en sus recuerdos y en nuestras lágrimas.
Dedicado a mi querida hermana Coromoto que partió al encuentro con el Señor.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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