Sin aliento, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
“¡No puedo más… ustedes no saben lo que es convivir con la tristeza!”. Lo escuchamos con asombro porque la frase parecía haber sido disparada con la precisión de una saeta, con mucha furia pero también con amargura. Los dos jóvenes marinos y yo nos miramos. Lo menos que esperábamos de alguien que quería tomar una decisión fatal es que apelara a una frase adornada por cierto lirismo.
Sea como fuese, el más alto de los grumetes acabó tomándolo por un brazo, mientras su compañero le jaloneó el cuerpo hacia arriba y yo quedé relegado a la maniobra de agarrarle una pierna lo que no resultó fácil ya que hablo de un tipo largo, delgado, que mantuvo –no sé si adrede– una rigidez corporal que interpretamos como acto de rebeldía contra quienes intentaban salvarlo, cuando él quería hacer lo contrario.
Ya dominado, recostado en la acera que separa la estructura metálica y donde minutos antes se había colgado, el anciano lloró sin parar, luego tuvo un ahogo, vomitó dos veces y acto seguido se desmayó. Todo ocurrió de prisa, como un thriler de acción frente al cual tres actores novatos hacían gran esfuerzo para afrontar la urgencia de la escena sin saber cómo acabarla.
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Ocurrió –lo evoco sin los detalles– la tarde de un sábado anubarrado decembrino. Conducía por el puente 9 de Diciembre con el malibú blanco 1989, acompañado de mis dos perros, con la idea de visitar a mamá y entregarle una caja de alimentos cuando lo avisté caminando sobre la estructura metálica donde cuelgan los avisos de tránsito de la autopista Fajardo. De pronto se borró la sonriente cara familiar que flotaba en mí y exclamé a viva voz lo que era obvio «¡coño, este viejo se quiere tirar!».
Como pude logré manejar en sentido contrario de la vía, esquivé varios autos y llegué a la acera, anomalía que ni siquiera llamó la atención de los transeúntes que siguieron su ruta, salvo los dos jóvenes reclutas de la marina que venían hacia mí. Caminaban indiferentes, con soltura, riendo, ajenos a toda eventualidad hasta que salí del auto y les avisé de las intenciones del hombre. Sorprendidos, porque imagino que lo menos que querían en su día libre era involucrarse en una emergencia, los dos corrieron hacia el lado del puente donde permanecía el sujeto de unos 75 años, recio, trajeado, lo que descartó la hipótesis de que fuese algún demente o un pordiosero asolado por el alcohol.
Era evidente que andaba perdido, hundido en la más profunda depresión y en cierta forma buscaba el modo de aliviar su pena. Saltar desde el puente resultaba la mejor opción, y seguro que lo hubiera logrado pero tres personas aparecieron, se interpusieron y le arruinaron su día.
Mientras los marinos lo sostenían yo intenté dialogar con él apelando a una dosis de sicología casera y mucha paciencia pero el deslucido suicida no abrió la boca hasta que pronunció la frase que nos sorprendió. Pasaron diez minutos y llegó el camión de los bomberos y, tras escuchar las declaraciones, todas coincidentes, de los tres héroes, el comandante a cargo nos pidió identificación y teléfono. Actuando bajo un automatismo enquistado en su mente por los años se limitó a agradecernos la acción ciudadana.
Finalmente subí al carro, aquieté a los dos poodles, asustados que pasaron ese tiempo encerrados, y continué hacia la casa de mi mamá prometiéndome no contárselo para no aumentar su angustia habitual. Al igual que mi hermana y yo, mamá siempre se inquietaba en demasía ante cualquier suceso que no tendría un final feliz. De vuelta a mi apartamento tomé otra vía para evitar la evocación del acontecimiento y la inconsolable tristeza que dejó el desesperado anciano.
Los días trascurrieron entre compras navideñas y visitas a familiares y amigos. Si acaso intenté comentarlo en la cena de nochebuena de los vecinos colombianos pero no llegué siquiera a empezar el relato porque del otro lado de la mesa Elizabeth me torció los ojos lo que traduje en un «no te pongas ahora de aguafiesta».
A los días navideños siguieron los últimos cartuchos del año. El domingo 31 de diciembre bajé muy temprano con los perros y caminé hasta la panadería de Juan Carlos donde me tenía apartados mis tres diarios. Coincidí en la barra con los colegas Ubaldo Arrieta y Miguel López Trocelt, vecinos en Montalbán, y asiduos de la misma panadería. Se cagaron de la risa porque el dueño me llamó Zidane, apodo que me colgó luego que yo le traduje el significado del nombre de los quesitos La Vache qui rit.
Luego, tras agotar el tema de lo difícil del oficio y del acoso de Chávez contra la prensa, creí oportuno sacar como suceso anecdótico lo del anciano suicida pero uno de ellos me interrumpió y cuestionó su validez en la parte más emocionante de cómo con ayuda de dos cadetes de la marina le salvé la vida. «¿De qué hablas, mudo?», me dijo Arrieta con gesto de incredulidad.
Cegado por mi propia voluntad de evitar la visión del desastre intenté explicarme pero Ubaldo me atajó y dijo «chamo, ese señor se suicidó ayer en la mañana… yo mismo edité la nota», y al soltar la frase buscó en las páginas de Últimas Noticias la información del mismo anciano a quien le dimos otra oportunidad para continuar viviendo y que días más tarde la despreció, al dar marcha a su plan. Vi la foto, tomada desde el puente. Al parecer dejó una carta en la que convirtió el alegato de su despedida en acto de recompensa.
Durante algunas noches su imagen apareció no pocas veces en el borde de mis sueños. Lo menciono ahora porque me ha sorprendido el cómo de la muerte de ese genio del cine que fue Jean Luc Godard. Prefirió el suicidio asistido ya que estaba agotado, tan agotado que tal vez no tuvo fuerzas para lanzarse desde Pont Neuf. Como el anciano de Caracas, seguramente tuvo también un sueño y se convenció que ese sueño acababa al empezar el día.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España