Sistema electoral: lápida y epitafio, por Gregorio Salazar

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Con la previsibilidad y la certidumbre de los movimientos astrales se cumplió la desvaída, por no decir inexistente, jornada electoral del domingo 25 de mayo: el pueblo venezolano no se dio por enterado, no se sintió aludido por los mensajes de los candidatos a instancias de poder estadal, municipal y legislativo y dejó que el silencio convertido en clamor fuera el mensaje de rechazo al minúsculo clan de los poderosos y de denuncia dirigida al plano internacional.
Tal como lo vaticinaban las firmas encuestadoras y lo podía intuir hasta el ciudadano más desavisado, la ausencia fue universal y directa, general y dimensionalmente abarcadora, desde las grandes urbes hasta los más pequeños caseríos.
Un vacío que resultó lápida y epitafio para el sistema electoral venezolano, que en las elecciones presidenciales del pasado 28 de julio había demostrado en lo técnico–sorpresivamente para muchos– que estaba por encima de mitos y descalificaciones.
El sistema electoral venezolano ha sucumbido. Está colapsado, muerto y enterrado. Y con ello queda prácticamente y por lo pronto confiscado el poder del voto como generador de los cambios políticos y de la alternancia presidencial. Trágico para una nación. Y no es que el chavismo no haya ganado nunca un cargo en buena lid a lo largo de estos 25 años de ventajismo obsceno, pero al menos desde el 2008 cuando fue desconocido y anulado el triunfo de Antonio Ledezma para la Alcaldía Metropolitana de Caracas, trabajó más consistentemente para menoscabar la fe del ciudadano en el ejercicio del voto. Primera fase destructiva.
Desde esos tiempos, hace ya 17 años, el chavismo lanzó hacia la población el mensaje de que podía permitirse un abuso de poder –confabulación de instituciones envilecidas– que barriera con la decisión de la voluntad popular expresada en las urnas. Después de tanto cacarear el falsario «acta mata voto», para ellos el signo distintivo de las elecciones en el período democrático, borraron de un mazazo la elección del gobernante capitalino.
No fueron aquellos comicios una elección escolar. Votó casi un millón y medio de personas. Y sin embargo se consumó el primer robo de dimensiones colosales, que de manera contumaz fue repetido en la reelección de Ledezma en el año 2013. Convencido de que jamás ganarían esa alcaldía, el oficialismo, optó por eliminar de raíz ese cargo político-administrativo. Y sin eructar, diría el vulgo…
Pero la gente, a pesar de las denuncias de las iniquidades e inequidades, discriminaciones y manipulaciones del sistema electoral, desde la recomposición de los circuitos hasta los lapsos legales, e incluso a pesar de que ya se había hecho rutinaria la práctica de los «protectores» de estados, usurpadores de los gobernadores legítima y legalmente electos, siguió votando. Y eso se hizo patente en el 2015: derrota avasallante para el chavismo en las elecciones legislativas de ese año.
Nuevo triunfo. Nuevo desconocimiento. Nuevo robo y suplantación de funciones por una asamblea constituyente espuria, electa sólo con votos oficialistas, tras violar las propias normas electorales de la Constitución. Sin embargo, a pesar de esas evidencias y de los llamados a la abstención desde la oposición, contribuyente también a ratos en minar la fe en el sufragio, la gente siguió votando y fue capaz de una victoria épica que le arrebató al chavismo la gobernación de Barinas (2022), el emblemático estado natal del «prócer» iniciador de esta época de devastación nacional.
Mas, increíblemente, a pesar de ese negro historial de sesgos y parcializaciones de las autoridades del Consejo Nacional Electoral (CNE), a pesar de las evidencias de la corrupción de esas autoridades y la mala fe derramada con impudicia sobre la ciudadanía, el venezolano persistió en el voto. Habitaba entre los rezagos de la esperanza una convicción: si votamos mayoritariamente no habrá forma de que nos roben la elección.
Una rutina de movimiento astral fueron también las elecciones primarias del 2023. Los hechos políticos se han presentado como cantados ante los ojos de la población: la inmensa mayoría daba por seguro el triunfo arrasador de María Corina Machado en las primarias de la oposición, estuviera o no inhabilitada, como en efecto ocurrió, y la misma certeza reinó para las elección presidencial de Edmundo González Urrutia el 28-J de 2024. El referéndum sobre el Esequibo se realizó bajo la convicción general de que nadie atendería el llamado de Nicolás Maduro hecho a través de una campaña milmillonaria. Todo el mundo supo lo que pasó en esas fechas, menos ese CNE, que tanta autobomba se da, pero cuya solemnidad cabe en una servilleta usada en ventorrillo de carretera.
Ese referéndum sentó, pese a la ausencia de los votantes, un precedente nefasto. Fue la presentación de unos resultados basados en una sola cifra: diez millones de votantes, un total jamás alcanzado por el oficialismo ni en los tiempos del apogeo populista de Chávez.
Por primera vez el CNE, en manos de un inhabilitador de candidaturas, presentó unos resultados sin desglosarlos por centros y mesas de votación. El mismo expediente que sería utilizado para anunciar el «triunfo» electoral de Nicolás Maduro el 28 de julio.
Ese robo, perpetrado otra vez por la colusión de las máximas autoridades y judiciales del país, era suficiente para que se expidiera el acta de defunción del sistema electoral venezolano. Pero todavía el régimen fue capaz en los últimos días de una brevísima campaña electoral sin promoción e información, de desatar antes del 25-M una ola represiva entre opositores y miembros de organizaciones defensoras de derechos humanos, y colocó la guinda mortuoria sobre el cadáver del sistema: eliminó el Código QR, que había servido para devela milimétricamente el fraude madurista del 2024. Sin duda, también jugó adrede a la abstención opositora.
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Después del fraude presidencial, la frustración e indignación de la población sentenciaba las elecciones del 25-M a la deserción general que presenciamos. Y que sin duda fue potenciada por el llamado a la abstención de María Corina Machado. El pasado domingo se selló la muerte del sistema electoral que durante un cuarto de siglo fue proclamado incesantemente como «el mejor del mundo». Ni fe en el voto ni sistema que lo preserve. Las dos fases de la destrucción se han consumado. Seguimos precipitándonos en barrena hacia las profundidades del reino de la mentira y del grande y opresivo caos nacional.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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