Sobre el intento de magnicidio, o lo que sea, por Beltrán Vallejo
Estoy como obligado a decir algo en relación al incidente de la avenida Bolívar con Nicolás Maduro; estoy obligado debido a mi rutina de escribir por este medio sobre diversidad de temas; por lo que para los que me leen, parecería extraño mi silencio. Lo que pasa es que no deseo ni pensar sobre ese hecho rocambolesco, destemplado e incómodo, ya que mi cerebro y mi atención tienen otras prioridades de carácter “existencial” y de subsistencia.
Sin embargo, me atrevo a presentar lo que más me llama la atención al respecto; me refiero al hecho de que ese suceso debió causar la movilización de un repudio mayoritario en lo que respecta a la narrativa oficial del magnicidio; sin embargo, lo del 4 de agosto, para el país grandísimo que se agita en las colas de los bancos por un pírrico dinero en efectivo, ése que deambula humillado en las calles por la mala calidad de vida, ése que sale del trabajo cansado y frustrado, ése de las universidades vacías, ése de los campos secos y abandonados, para ese país, “ni fu ni fa” lo que le pasó a Maduro. A pesar del esforzado afán del gobierno por victimizarse y de su explicadera contradictoria, al pueblo mayoritario le ha importado un comino lo de ese día; sólo ha abundado los charrasquillos, chistes y las dudas inmensas (y con esto no afirmo que fue un montaje, para no caer en lo que caí con Oscar Pérez, que lo consideraba un laboratorio del régimen, hasta que vi su martirio).
Definitivamente, el pueblo está subsumido en su cotidianidad de sobrevivencia. La anomia social no se altera, ni siquiera con un intento de homicidio sobre el jefe de Estado, tal como lo formula el régimen. ¿Cómo es posible que un gobierno amenazado y un presidente en la mira asesina, que acaba de ganar una reelección, según él, por una mayoría aplastante, y que constantemente envía por el carnet de la patria ese dinero tipo limosna que incrementa la inflación, pero que logra que algunos estén atados a la pretina de su pantalón por una especie de agradecimiento patológico, no haya generado un repudio gigantesco ante tales ataques; no haya generado una furia indignada de todo un país sobre los posibles participantes y promotores de la acción homicida.
El país debió haberse paralizado en marchas que inundaran las avenidas, en tomas de plazas, en algarabía, cohetes y cornetazos de vehículos porque el amado presidente se salvó de la intriga nacional e internacional; pero no ha sido así; solo impera la indiferencia, el escepticismo
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Entonces, queda evidenciado que este gobierno no tiene calle que lo ame, no tiene pueblo que lo quiera, no tiene ni quien lo llore. Entonces, con qué nación unida va a contar este gobierno para enfrentar amenazas tipo invasión. El pueblo venezolano es indiferente ante los avatares, agresiones, peligros y escaramuzas que según Maduro, él sortea todos los días.
A fin de cuentas, al pueblo no le inquieta más nada que no sea su sobrevivencia; ese pueblo que sufre no está pendiente ni de complots ni de complotados; su única angustia radica en qué va a comer hoy, mañana y pasado mañana. A ese pueblo no lo sorprende nada, no lo inquieta más nada sino el pasar de los días sin comida, sin medicina, sin transporte, sin servicios públicos, sin paz. La inmovilidad política no sólo es una pesada losa sobre la tumba de la dirigencia opositora; también hunde al gobierno de menos credibilidad que ha existido desde Páez.