Sobre el terrorismo (en recuerdo del 11/9), por Luis Alberto Buttó
Twitter: @luisbutto3
La tendencia a mirar la historia como mera sucesión de acontecimientos, y no entenderla como entrelazamiento de procesos (lo que realmente es), conlleva a que, en muchos casos, el análisis, aun acucioso, resulte desacertado. Es decir, que de él no se extraigan aprendizajes verdaderamente relevantes, en tanto y cuanto puedan servir de base para el trazado de las líneas de acción requeridas para enfrentar la indisoluble conexión presente-futuro reduciendo la incertidumbre siempre presente.
Es perentorio pensar en ello a 20 años de los espantosos sucesos acaecidos en suelo estadounidense el 11 de septiembre de 2001. En el marco de lo que el terrorismo implica en términos globales, esos atentados constituyeron un recordatorio, por demás impactante, del lado hórrido del ser humano que se manifiesta cuando éste decide convertirse, motu proprio, en gélida y abominable máquina de causar dolores y sufrimientos inimaginables a sus congéneres. Frente a esa constatación, el único refugio posible es imaginar que la maldad sin límites sea acto minoritario en el vasto espacio de la humanidad.
Los terroristas son seres intrínsecamente malvados. Cualesquiera consideraciones que pretendan justificar de algún modo los actos terroristas, en especial las que reclaman la consideración de inaceptables contextos, no son más que palabrería vomitiva, ejercicio impúdico de hipocresía descarnada. El discurso que avala el terrorismo es, en sí mismo, una de las herramientas que lo hacen posible al conjugar en yunta perfecta obras y palabras perversas.
La consigna del terrorismo es la destrucción per se; su aliento es el fanatismo, insano por definición y esencia. Más que la comisión de un delito, que por supuesto lo es, el terrorismo es la arrolladora manifestación de la peor barbarie, si cabe el pleonasmo. El único objetivo del acto terrorista es la generación del clima de inseguridad generalizado que arrastra consigo la activación de la puesta en escena de la lógica más desquiciada: muertos y más muertos sumados en contabilidad sangrienta para que el pavor se inocule en las sociedades escogidas como víctimas.
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Por su infinita predisposición a dañar, la furia del terrorista escoge como diana los bienes más preciados por la persona en su normal cotidianidad: la extensión de la vida y la integridad del cuerpo. El terrorismo busca matar, pero también se solaza en el hecho de herir con secuelas irreparables e inolvidables. Así, construye su mensaje identificativo: nadie está a salvo. Cualquier calle o avenida, cualquier mesa de café o asiento de transporte público, es campo abierto para el ataque vil y desalmado.
Todo terrorista es un cobarde como el que más y lo demuestra cuando acecha para agredir allí donde se supone que el hombre debe deambular tranquilo y realizar las actividades que consumen su día a día. Para decirlo con otras palabras, el fin supremo del terrorismo es dibujar un mapa monstruoso donde no haya fronteras que dejen fuera el sentimiento y/o la certeza de ser víctima potencial.
Chantaje pernicioso con el que se pretende imponer la inmovilidad y el sometimiento. El homicidio es afrenta a la condición humana y es negación de la misma. A sabiendas de ello, el terrorista decide ser el más abominable de todos los homicidas.
El terrorismo es la iniquidad erigida distintivo conductual. Por ello, debe ser condenado sin reservas, acorralado y combatido sin contemplación alguna. Frente al terrorismo no puede haber olvido ni perdón. Que el recuerdo de las Torres Gemelas desvaneciéndose, y de todo acto terrorista cometido en cualquier lugar del mundo, indique el compromiso irrenunciable de hacer prevalecer la justicia y el castigo sobre la villanía.
Luis Alberto Buttó es Doctor en Historia y director del Centro Latinoamericano de Estudios de Seguridad de la USB.
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