Sobre la onomástica en Maracaibo, por Marcial Fonseca
Twitter: @marcialfonseca
Sobre el origen de la costumbre zuliana de poner nombres peculiares se han tejido muchas historias. Nombrar a alguien Usmail porque a alguno de los padres le gustó la frase US Mail del servicio postal norteamericano o Ney porque un cristiano tuvo su primer hijo cuando la economía nipona entró en crisis, y le agradó cómo se oía la moneda japonesa leída al revés, ciertamente desdicen de la belleza de la tradición marabina de usar apelativos no familiares.
Hay una versión dorada del origen: en los inicios del siglo pasado, la riqueza del Zulia, el aislamiento por el lago y la afición por las obras de teatro griegas hicieron que los nombres Dídimo, Aristófanes, Sísifo, etcétera se popularizaran entre la población. Hay otra versión, quizás más verdadera, y es el tema de este artículo.
Corría el año del 1966 y Juan Pérez se jubilaba después de cuatro décadas y un lustro de servicio en la empresa angloholandesa que operaba en el Zulia. Recordaba que empezó a los 15 años en los programas de aprendiz que tenía la compañía. Ya su padre trabajaba como obrero en la petrolera, con casa incluida para los de su nivel en la urbanización de la nómina obrera, bien separada esta de las de las nóminas mensual y mayor.
Los recuerdos le llegaban por ráfagas mientras esperaba con su planilla para la atención médica de él y su familia, una vez ya retirado. La entregó junto con las copias fondo blanco del material de soporte pertinente. La empleada empezó a chequear. En la segunda página, donde aparecía consignada la familia del señor Pérez, ella mostró una sonrisa sardónica.
Mire —se defendió él—, le causan gracia los nombres de mis hijos; bueno, le voy a explicar la razón, ya lo he hecho muchas veces.
Se trasladó a su experiencia laboral. Terminado su periodo de aprendiz ingresó como nómina diaria. Ya su padre había sido promovido a nomina mayor. Todos estaban muy contentos por ello; y sobre todo porque la empresa había anunciado la flexibilización en las fronteras que había entre las nóminas. No sabían qué cambios habría; pero esperaban que hubiese una integración de los clubes por razones económicas, operacionales y de mantenimiento.
Juan volvía a ver el mensajero que tocó a la puerta y le entregó a su madre una invitación dirigida a él. El día anterior había sido promovido a nomina menor y quizás era por ello. Abrió el sobre, quedó sorprendido, leyó en voz alta: Sr. Juan Pérez, la Compañía se complace en invitarle a un encuentro con el vicepresidente de la Shell…, que se celebrará…
Todos enmudecieron; la madre lloró; el padre rompió el silencio: Quizás ya empezó la relajación de las fronteras entre las nóminas. Juan estaba callado; pensaba en el flux que tendría que comprar en Sears; y le atemorizaba no saber cómo comportarse en una reunión de ese tipo. Su progenitor le aconsejó que lo mantuviera en secreto, no sabían a quiénes más de la nómina menor habrían invitado; era mejor no crear enemigos.
Cuando faltaba una semana para el encuentro empezaron los preparativos en el Club, la reunión seria apoteósica, la decoración lo barruntaba.
Llegó el gran día. Sus padres, en el viejo Opel, lo dejaron a dos cuadras del Club; llegó caminando con cierta timidez y se percató de que algo raro ocurría cuando dos vigilantes se extrañaron de verlo, sobre todo tan enfluxado. Con altivez presentó su tarjeta, la miraron, y decidieron llamar a uno de los responsables de la organización de la velada, precisamente la de recursos humanos de la empresa que estaba de ahí para los casos en que algún invitado olvidase o perdiese la esquela.
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Ella, muy apenada, le explicó que era claro que cometieron un error en el delivery (sic), la invitación era para un superintendente de mantenimiento de igual nombre. Él, mudo, no reaccionó, luego se alejó del club, no quiso regresar de inmediato a su casa por la vergüenza que sentía y se refugió en la plaza Bolívar hasta que a la una de la madrugada decidió volver a su hogar. La familia jamás se enteró del fiasco. Se prometió a sí mismo, empero, que sus hijos nunca pasarían por una situación tan humillante; ellos serían comunes por su apellido, pero nunca por el nombre.
Por ello, señorita, a mi primer hijo le puse Olugbenga, a una hija, Ayodeji, a la otra Abioudún y al menor, Stjepan. Le aseguro que nunca llegará una invitación para Ayodeji Pérez por equivocación.
Así, los hijos del buen Juan Pérez dieron origen a sólitos nombres maracuchos; bueno, sólitos para ellos, exóticos para los demás.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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