Sobre utopías y distopías, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
El humano es un ser utópico y por lo mismo distópico, condición surgida de su predisposición a pensar. Pues el pensamiento se desenvuelve en imágenes del mismo modo que las imágenes aparecen como pensamientos materializados en un “en”.
Pensamos siempre “en”. Detrás del “en” hay un sustantivo, el objeto de nuestro pensamiento imaginado en una figura real o irreal. Pero el humano que piensa es también corporal y, por deducción, mortal. Por lo tanto, el pensamiento y sus imágenes vienen de esas dos instancias: la del cuerpo y sus deseos y la del miedo a la muerte incubado en cada corporeidad.
Pero no estoy hablando de dos compartimentos sino de un entrecruce dinámico entre dos modos del ser. Pensamos, luego imaginamos y proyectamos esa imagen hacia el futuro impulsados por nuestro deseo y, en algunas ocasiones, sentimos miedo porque bien puede ser que ese pensamiento-deseo nunca podrá cumplirse. Como reacción imaginamos, entonces, un mundo feliz o infeliz situado más allá de nuestra vida.
La utopía es siempre elaborada por un yo que se trasciende a sí mismo en nombre de un nosotros inmortal.
El reino de los cielos sobre la tierra: un cielo terrenal. La utopía, por lo tanto, nunca es construida para mí, siempre para los demás, convertidos en objetos de mi yo.
La utopía no es, por cierto, una religión y si lo fuera sería la religión de los no-religiosos. Sin embargo, los mecanismos que llevan a su elaboración no son muy diferentes de aquellos que llevan a la fabricación de las religiones.
El cielo terreno de las utopías es un lugar inexistente pero imaginado, un lugar donde desaparecen los equívocos, las contradicciones, las negaciones. En fin, el lugar de la afirmación pura y total.
Las utopías, al igual que las religiones, son también el fruto de nuestras desgracias, o lo que es casi lo mismo decir, de nuestras carencias y, sobre todo, de nuestra (hasta ahora) incurable mortalidad.
La diferencia radical entre las utopías y las religiones es que estas últimas han trasladado la imaginación trascendental a un reino que no es de este mundo, aceptando de hecho la convicción de que este mundo donde vivimos nunca será perfecto. Nuestro mundo, observado desde el prisma religioso, es un mundo más cerca del infierno que de la tierra, un lugar de expiación por pecados cometidos y no cometidos. Un mundo del que solo podemos salvarnos accediendo a otro mundo poshumano (divino), localizado más allá de nuestro ser corpóreo. Ahí tiene razón Agnes Heller cuando afirma: “Las distopías son más realistas que las utopías” (Von der Utopie zur Dystopie). Pero quizás debió haber agregado que las religiones, justamente porque anuncian un objetivo no terrenal (posmortal), son más realistas que las utopías y las distopías a la vez. Las religiones, efectivamente, no pueden fracasar. Las utopías sí, y su fracaso más grande es cuando la utopía deja de serlo para transformarse en distopía. Muchas distopías han sido utopías fracasadas.
Así como no hay cielo sin infierno, no hay utopía sin distopía. Las distopías son también utopías, pero negativas.
¿La diferencia? La diferencia es que las utopías nunca se han cumplido y las distopías, sí. Y aún peor: se han cumplido superando en su crueldad a la versión imaginada ¿Cuál es la razón de esa fatalidad? Volvamos al comienzo: si las utopías son deseos imaginarios no cumplidos, las distopías nacen de la constatación empírica de la imposibilidad utópica. Son, para decirlo de algún modo, hijas de nuestros desengaños, de nuestra frustración, de la imposibilidad constatada de construir el cielo sobre la tierra.
Enfrentados a esa realidad, tenemos distintas opciones: o nos ordenamos en las reglas posterrenales de las religiones o imaginamos un cielo terrenal para conservar, por lo menos, la esperanza de un “más allá” humano o nos sumimos en la desesperanza y construimos un infierno a nuestra imagen y semejanza.
Pero tampoco es tan fácil. Las utopías y las distopías no las elegimos como quien elige un par de zapatos. Ellas llegan a uno, a veces sin que nos demos cuenta. Y si aplicamos la lógica simple de la acción-reacción, puede que terminen siendo lo mismo.
Cuando vemos al mundo como visión distópica la reacción es imaginar un mundo no distópico y, al hacerlo, comienza a nacer otra utopía. Pero a la inversa, cuando intentamos imponer nuestra utopía, comenzamos a dejar fuera de ella a los que no caben en su imaginario, echando sin quererlo y aun sin saberlo, las cimientes que darán nacimiento a una nueva distopía.
El mundo feliz, sea el de Tomas Moro o el de Aldous Huxley, no es para todos.
En una utopía solo tienen cabida los que creen en la utopía. En el fondo cada utopía, desde el momento en que nace, es potencialmente distópica. Sin embargo, la diferencia esencial persiste. Mientras la utopía proyecta hacia el futuro la negación positiva de un presente imaginado como distópico, la distopía se basa, menos que en la imaginación, en la construcción ordenada de un orden simbólico elaborado a partir de materiales que ya están dados en nuestra realidad.
Para decirlo con ejemplos, el antisemitismo no lo inventó Hitler. Tampoco el nacionalismo, el militarismo, el culto a la personalidad, la brutalidad física, la violencia como sistema, la guerra total. Todo eso existía antes de que él hiciera su maligna puesta en escena. Cada una de esas expresiones existían separadas las unas de las otras. Hitler y los suyos solo se limitaron a articular una dimensión con otra en el marco diseñado por la utopía distópica que ellos realizaron.
O digámoslo así: mientras las utopías se retroalimentan en y con un fondo imaginativo, la distopía obtiene su material de trabajo en la realidad inmediata. Esa fue también la gran diferencia entre la utopía-distopía nazi con la utopía-distopía comunista.
Mientras la nazi construía su visión de futuro a partir de realidades tangibles e inmediatas, la comunista partía de principios ideales e idealizados, recogidos del tesoro legado por las mismas religiones que pretendía negar. En cierto modo el nazismo era más materialista que el comunismo. Y el comunismo más espiritual e incluso más religioso que el nazismo. El nazismo era a su vez más directo: no ocultaba el carácter distópico inherente a su utopía. El comunismo, en cambio, aparecía dotado con una meta sublime: provenía de los ideales franceses de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y estos, a su vez, del deseo de materializar el legado religioso, principalmente el cristiano, sobre el plano de la realidad inmediata.
El nazismo era más auténtico, no usaba caretas. El comunismo era el mal disfrazado de bien. Diferencia formal y teórica. A quienes morían en los hornos nazis o en los fríos siniestros del gulag, no interesaba mucho esa diferencia.
Las utopías, si seguimos esa línea, son configuraciones ideales basadas en una noción más o menos imprecisa del bien total, proyectadas hacia un indeterminado futuro. Las distopías, sobre todo cuando nacen sobre las ruinas de las utopías, representan desde su comienzo el mal total. Al llegar a este punto no puedo dejar de pensar en las visiones apocalípticas ofrecidas por las hordas trumpistas cuando asaltaron el Capitolio, aquel día de enero.
Por mucho que me esfuerce, no logro descubrir en las masas desaforadas del Capitolio un solo ápice de utopía. En cambio, pensando en que efectivamente actuaban en representación de millones de personas, no puedo sino dejar de ver en esa multitud algunos trazos potencialmente distópicos.
No sé si ese acto salvaje y multitudinario pasará a la historia como el anuncio simbólico y televisivo de la puesta en escena de una distopía que en estos momentos está naciendo. Casi preferiría no saberlo.
Volvamos entonces al comienzo. Somos seres pensantes e imaginantes, dijimos. Cada uno es portador de visiones utópicas o distópicas personales y contra esa predisposición no hay nada que hacer. De esa capacidad o estigma, mientras exista un futuro —que por serlo es desconocido— no nos podremos escapar. Sencillamente, por el solo atributo de pensar (e imaginar), somos así. El problema es cuando esas visiones personales que cada uno anida son convertidas en visiones colectivas y estas en ideologías o doctrinas de acción. Ahí reside el peligro. Creo que en esta deducción no estoy muy solo.
Mientras el siglo XIX y parte del XX fueron tiempos predominantemente utópicos, desde la mitad del siglo XX hasta ahora vivimos tiempos más bien distópicos. ¿Cómo lo sé? La literatura, que siempre antecede a la ciencia, lo está mostrando.
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial existe una gran cantidad de narraciones distópicas pero casi ninguna utópica. Algunas de ellas —sobre todo después del impacto del 1984 de Orwell— han llegado a ser clásicos de la literatura moderna. Pienso, por ejemplo, en el mundo automatizado de Ray Bradbury (Fahrenheit 451) en la Francia occi-islámica de Michel Houellebecq (Sumisión) e incluso en la Alemania pos-Merkel de Juli Zeh (Leere Herzen). También pienso en dos libros que tengo frente a mí.
Sus títulos son El cuento de la criada, escrito precisamente en 1984, el año de Orwell, y Los Testamentos. El primero ya lo leí. El segundo —y a la vez segunda parte del primero, publicado en el 2019— me está esperando con cierta impaciencia. Su autora, la conocida escritora canadiense Margaret Atwood, ha sido señalada por la crítica como la versión femenina de Orwell. Yo, sin embargo, sostengo la tesis de que Atwood va más allá de Orwell. Y no podía ser de otra manera. La distopía de Orwell nació en el corazón de la sociedad industrial, la de Atwood en los inicios de la sociedad digital. A esas dos intranquilizantes novelas me referiré en un próximo artículo. Considérese esto que usted ha leído como una simple introducción al tema.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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