Soledad, por Fernando Rodríguez
Sin duda la soledad ha vuelto a ser un tema capital de la actualidad mundial. Es probable que en el fondo de esa intensificación haya muchos factores y muy diversos.
Desde el notable aumento del tiempo medio que pasamos en esta vida y que acarrea la acentuación del fenómeno existencial en personas mayores, hasta la tecnología comunicacional que en muchos casos sustituye la relación realmente afectiva entre la gente, pasando por el ajetreo y la prisa de la vida urbana, etc.
Pero en el fondo de todo ello está el hecho de que vivimos en sociedades profundamente individualistas en que naturalmente se debilitan los vínculos colectivos, desde la familia al barrio o el partido o la nación misma. Por supuesto no vamos a tocar el tema del valor de la soledad, que puede ser desde un ideal de vida para el místico hasta una condena para la inmensa mayoría, con todas las graduaciones imaginables.
Aceptémosla como problema universal, intenso drama, hasta el punto de que en casi todos los países, de acuerdo a su riqueza y sentido de sociabilidad, existen políticas para mitigarla, sobre todo en los ancianos.
En esa perspectiva no dudaría en decir que en la Venezuela de hoy ha cobrado una devastadora presencia y es, posiblemente, uno de los ingredientes mayores de esa tristeza generalizada que envuelve al país atropellado y, por ahora, inerme.
A las determinaciones metafísicas, sociológicas, psicológicas globalizadas hay que sumar en nuestro país muy enfermo determinaciones reales, concretas, que la multiplican y la hacen más cruel. Son demasiadas para enumerarlas todas.
Pero basta decir que alguien se robó la noche, valga decir, las horas de ocio que permitían el bonche o el cine o el paseo con el perro y el encuentro con los vecinos o los tragos con los amigos porque la inseguridad es demasiado insegura.
La pobreza que sólo permite comer, en el mejor de los casos, y que afecta al menos 8 de cada 10 venezolanos y que merma casi todos los posibles encuentros festivos o las visitas meramente amistosas. El transporte en caída indetenible que rompe la conectividad mínima de la ciudad, hasta la laboral o escolar. La migración de millones que ha deshecho familias y amistades en todos los estratos sociales. La muerte generalizada de las instituciones culturales estatales y reducidas al máximo las privadas, esos buenos remedios del espíritu y la comunicación compartida (¡qué reconfortante haber visto en el Aula Magna de bote en bote, rarísima ave, embelesada con Carmina Burana, el domingo pasado!). Y no sigamos.
Todo el mundo, o casi, debe haber sentido ese desgarrado espíritu acrecentado en estos largos años de cada cual por activar sus defensas contra esa neblina sórdida que se expande por nuestras ciudades y pueblos. Y que es tan dura como las carencias materiales y la vejación cívica. Cada quien tratando de expandir sus afectos, de impedir su aislamiento, de combatir su tristeza.
Es parte de la lucha contra los tiranos. A lo mejor el primer cohesionador para reencontrar otra manera de vivir, de sentir, de estar con el otro, distante del odio y la depredación, de la miseria y el despotismo. Sí, a lo mejor es lo que anhelamos alcanzar sin que alcancemos a nombrarlo.