Solo boletos de ida, por Omar Pineda
La primera ocasión en la que Esther y Jhonny (los nombres son otros, por razones obvias) volaron hacia Europa fue precisamente la tarde que por primera vez subieron a un avión. Dejaron atrás las horas que se deshilachaban bajo el inclemente sol de La Guaira y una amenaza de muerte que no les dejaba dormir. Fue así como se prometieron rehacer sus vidas en Barcelona. No me lo dice exactamente con esas palabras sino con la mirada, obedeciendo a un impulso repentino que mezcla la rabia con la frustración. «¿Venezolano, verdad?», me pregunta con tono altanero, como si me pidiera la cédula, papeles del carro y qué lleva usted allí. Es lógico que exhiba tal actitud desafiante. Este hombre de piel tostada, 34 años, delgado y 1,82 de estatura fue hasta hace poco –al igual que su mujer– funcionario de Polivargas y al convencerse de que no había nada para ellos que no fuera una acusación disparatada que los llevaría a la cárcel o, en el peor de los casos, a un ajuste de cuenta abordaron el primer vuelo que creyeron oportuno.
Como casi todos, llegaron a Barcelona con dos maletas, una con lo suyo y otra con las cosas de Jhoes, la hija de cuatro años, a quien hace unos instantes revoletee su cabello, mientras ella, ignorando el drama de sus padres, correteaba por los pasillos de la oficina de asuntos sociales de Nou Barris con su mochila de Pepa Pig encima, como si disfrutara la hora del recreo.
Pero no hay sosiego para esta pareja que ha sido rechazada sin explicaciones en el ayuntamiento de Barcelona y en la Generalitat de Catalunya
Sospechan que existe en esas instituciones un trato discriminatorio contra los que abandonan a Maduro. Justamente me fui tras él, a las afueras del local, después que una mujer a voz alzada les hizo tomar un número con el mandato de esperar a que les llamaran. Presintiendo lo que será un deja vu Jhonny salió molesto, a tomar aire, y yo, en plan de samaritano, le seguí para preguntarle ¿qué pasa, chamo? ante lo cual Jhonny me dispara una mirada de indignación.
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Visto de cerca su actitud deja al descubierto un drama que no encaja en las planillas que te hacen llenar en el Departament de Treball, Afers Socials i Families para estudiar tu caso, estado de precariedad y conceder ayuda o, al menos, garantizar la escolaridad a Jhoes. No figura en esas carpetas la huida de Venezuela para salvar su pellejo.
Con todo, Jhonny y Esther no se arrepienten del paso que dieron. “Es que no teníamos opción”, lo subraya y deja que fluyan los segundos para las preguntas; pero como no las hago, es él quien se abre: ahora no podemos volver. Sabemos que decenas de miles compatriotas atraviesan el puente que unen a Venezuela y Colombia y otros, como el caso de estos dos expolicías, que toman un vuelo a España con el pensamiento de que todo va a salir bien.
Repara en el hecho de que no ha sido sincero y tras preguntarme, como maniobra de distracción, cuánto tiempo llevamos en esta ciudad, Jhonny decide hablar de modo sincero: lo que pasa, amigo, es que mi mujer descubrió un guiso millonario del hijode…. de Carneiro con el negocio de los CLAP. A partir de ahí Esther se les volvió alguien peligroso, tanto para un diputado del PSUV de apellido Parra como para el mismo gobernador de Vargas.
“Nosotros no íbamos hacer lo que hace la gente que se va a San Cristóbal y pasan el puente… yo tenía el aeropuerto a media hora de la casa; así que le compré los tres boletos a un empleado de Maiquetía, primero le metí 4.600 dólares en un sobre y él me mandó a esperar casi dos horas, sentado en el retrete de un baño del aeropuerto, hasta que se presentó, me dio los tres boletos y me advirtió que el vuelo salía el día siguiente”. Así, sin un plan de estadía, ni una guía de la ciudad, ni teléfono de algún familiar o amigo, entran al aeropuerto del Prat en medio de una protesta de trabajadores de seguridad, y en el camino descubren a otros compatriotas, uno de ellos le recomienda la habitación de un amigo, quien se las alquila al doble porque son tres personas. De eso van ya cuatro meses. La única constancia legal es la conocida tarjeta roja que les conceden a los inmigrantes que entran a España y solicitan protección internacional. Pero la tarjeta no les concede permiso para trabajar, razón por la cual Jhonny y Esther ven consumir sus ahorros.
A los sitios donde van en busca de empleo les piden el permiso de trabajo. “Coño, la verdad no sé qué hacer, se nos está acabando la plata, y esta es la octava oficina que visitamos. En todas, la misma película: tome un número, espere a que les llamen, luego de escucharnos la persona pone cara de tragedia para decirnos que desde donde ella está no pueden ayudarnos”. Hay un silencio prolongado. Jhonny me dice que lo peor es que las cajas del CLAP no son gratuitas, se las descuentan del salario a los policías, y ellos mismos, como policías, no podían vivir en el barrio, porque los malandros de la zona los tenían fichados. En proceso de desahogo y cuando está a punto de explicarme lo corrupto que es del gobernador García Carneiro, Esther le hace señas. “Nos van atender… ¿quieres apostar a que recibiremos la misma respuesta?”, me dice mientras caminamos con el sol que reverberando sobre nuestras cabezas.
Jhonny me observa con cierta impaciencia, quiere oír una palabra de aliento, pero no quiero mentirle. Le devuelvo la mirada como diciéndole lo siento, mi pana, acabo de apagar la luz de las respuestas