Sospechas habituales, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Habituado al silencio nocturno al recorrer la rampa que conduce al estacionamiento marché, distraído, hasta que ese ruido me obligó a aminorar los pasos haciéndolos lentos y cautelosos. De pronto, el disparo y detrás del disparo la voz de alguien que intentaba desalojar un grito, como en las pesadillas cuando te esfuerzas en hablar y no lo consigue. Nervioso, deshice furtivo el camino, regresé al ascensor y volví a la oficina. Me justifiqué ante el vigilante del pasillo con la excusa de que había olvidado acabar un trabajo. Estuve tentado a contárselo pero pensé en el pobre señor, obligado a alertar a las autoridades solo obtendría contratiempos.
Sentado frente al escritorio me llevé las manos a la cabeza y especulé respecto a lo sucedido y me pregunté si esa voz era de auxilio o de alguien que se despedía. No haberle informado al vigilante se convirtió en motivo de inquietud. ¿Hice lo correcto? Me tranquilicé al convencerme, de nuevo, porque ello hubiera comportado que la investigación policial se centrara en las declaraciones del único testigo.
—Disculpe, señor Alfredo… ¿puedo pasar?, dijo el vigilante, asomando medio cuerpo en la puerta, con lo cual no dejaba otra opción.
—Claro, pase. ¿Qué trae por ahí?
—Es que hay unos señores de la Policía que investigan un homicidio en el estacionamiento, y le he dicho que usted se despidió y, al cabo de unos minutos, regresó. Quieren hablar con usted…
—¿Un homicidio en el estacionamiento? ¡Terrible! Sí, hazlos pasar…
—Gracias…
Entraron. Uno era joven, amable, baja estatura; el otro, le doblaba en edad y mostraba expresión de que todo le olía mal. Nos dimos las manos y nos sentamos.
—Sí, bajé en ese lapso que ustedes indican. El vigilante se los puede confirmar. Pero, al llegar a la rampa recordé que había olvidado un trabajo que debo entregar esta semana… así que regresé.
—¿Asegura usted que no oyó ruido alguno?
—La verdad que no, pero sorprende que me digan que mataron a alguien en el momento que yo bajé. Extraño, porque no escuché ruido, ni disparo ni de algún coche en movimiento. Y esa persona, si se puede saber, ¿era de aquí, un hombre, algún desconocido o quién?
—¿Usted se llama Alfredo Ranzulli, verdad?
—Renzulli… con «e»…
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—Ciertamente, Renzulli, corrigió el detective mayor. Si no hubo simpatía inicial, mucho menos ahora, obligado a enmendar un pequeño error semántico.
—Pues, resulta que el nombre del asesinado es Alfredo Renzulli, alcanzó a decir el otro detective, abandonando ya su actitud discreta, conciliadora y obsequiándome esta vez una tenebrosa sonrisa que acompañó con su mirada.
Bastó con que lo dijera para que perdiera mi tranquilidad y me deshiciera en llantos. Noté que mis movimientos se hacían ingobernables. No exageraba.
—¡No puede ser… es mi hijo! ¿Y qué hacía aquí… llevo años sin saber de él? Ay Dios, no puede ser… Bajemos, ¡Dios, no puede ser! Déjenme llamar a su madre… estamos divorciados… ¿Qué le digo?
—Vamos a identificarlo primero y luego usted llama, ordenó el viejo detective, ungido de autoridad. Y tráigase su documentación, porque después nos va a acompañar a la comisaría.
En efecto, era Alfredito. Lucía pálido, daba la impresión que dormía. Un botón de sangre a la altura del corazón salía de la camisa. Vestía con cierta pretensión de dignidad. Se había rasurado la barba y se veía más delgado. Los demás agentes no dejaron que abrazara su cadáver. Llamé a Rosa, y tras esperar ocho veces que atendiera contestó con enfado ¿qué quieres? Le di la noticia, calló por unos segundos, oí que lloraba. Traté de explicarle lo poco que sabía, es decir lo que ocurrió en el parking del edificio de mi oficina y lo que me había informado la policía. Le dije que identifiqué su cadáver y que iba a la comisaría. En medio de la tribulación que le provocó la noticia le respondí a su pregunta con un grito que todos alcanzaron a escuchar: «¿Cómo se te ocurre pensar que yo lo mandé a matar? ¿Acaso te has vuelto loca, mujer?».
Le informé al comisario García todo lo que sabía de Alfredo… Que tendría cerca de doce años que no sabía de él. Que cuando nos vimos por última vez discutimos fuertemente en un restaurant, porque le recriminé que le había prestado una fuerte suma de dinero para una tienda de ropa que, me dijo, iba a montar con un socio, y que luego me enteré nunca existió. «No nos vimos más, porque esa noche perdió los estribos… creo que estaba bajo los efectos del alcohol o drogas, y me amenazó que la próxima vez que me viera me daría un tiro».
—Sea como sea, usted, señor Renzulli, va a seguir bajo investigación hasta que cerremos el caso, me dijo el comisario, sin un ápice de empatía y observándome con escrupulosidad mientras se mecía la barbilla con la mano derecha.
—Desde luego, y de mi oficina no me voy a mover y ya tienen el número de mi teléfono. Inclusive, si lo desean, les autorizo para que pinchen mis llamadas ¿le parece?
—Ya hablaremos.
Ayer se cumplieron tres meses de su muerte. No hay manera de que pueda apartar la culpa de la tristeza. No he visto más a Rosa desde el funeral, pero sí me he topado con su marido en dos ocasiones sin saludarnos. Pero este mediodía, mientras les lanzaba migas de pan a las palomas antes de entrar a la oficina, se sentó del otro lado del banco de la plaza y me sorprendió «tú dirás». Voltee y le entregué un sobre dentro del periódico que acababa de comprar en la esquina. Lo recogió y antes de levantarse me dijo «¿Sabes que esa noche iba a matarte?». «Hasta luego», contesté y sentí con angustia que al hombre le temblaba la voz, como suele ocurrir con los sicarios que luego se convierten en delatores.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España