Sueño ser Vinotinto, por Rafael A. Sanabria M.
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Las calles del barrio Caramacate le ven bajar cada día a la escuela pateando una lata de refresco, y con cada patada Inocencio acuña el sueño de vestir la vinotinto. Durante la mañana, Inocencio, de traje escolar y sonrisa amplia escribe poco, esperando ansioso que suene el timbre del recreo. Sale entonces a la cancha que es su única merienda, con sus compañeros conforma un equipo de nombre Vinotinto. Es el líder de la cancha, el alma del balompié. En la escuela todos le llaman Inocencio Vinotinto. Nuevamente suena el timbre y el rostro le cambia. Inocencio abandona su pasión por un rato, ahora le tocan lenguaje y sociales, cosas de poco interés para él.
El llamado de atención de la maestra lo induce a trabajar, a atender porque teme que le puedan suspender el recreo. Aunque cuando puede, mientras la maestra se sienta a revisar los cuadernos se va al final del aula y sigilosamente saca su lata de refresco y práctica sus pasos preferidos, sus amigos le observan discretamente el juego de pies y los diversos pasos que ejecuta. A la hora de salida, sus ojos brillan, pues anhela las travesías de su barrio, su perfecto campo de fútbol.
Al llegar al barrio lo primero para él es la cancha, un viejo terreno sin medidas ni demarcaciones, sin arquería. Aun cuando no tiene balón es feliz con su lata de refresco. En el barrio se escucha de un valle a otro, vinotinto, vinotinto, vinotinto, juego para ti. Ese era el día a día de Inocencio.
Es un niño solidario en el barrio, hacedor de cualquier oficio, respetuoso y amigable. Su gran sueño es una verdadera cancha para su barriada y con todo lo necesario para practicarla. Ha hecho su petición a los consejos comunales para que la construyan pero no ha sido escuchado, sin embargo su pasión no desvanece, continúa empeñado.
Vinieron los juegos internos de la escuela, Inocencio vio en estas competencias una vía para ser campeón del plantel y, más adelante, poder jugar por su provincia. Armó un trabuco con sus compañeros de clases, que fueron los campeones de la escuela, primero y luego del distrito. Así fue seleccionado para el campeonato nacional. El profesor de educación física le informó a la maestra de Inocencio para que hablara con la madre, que ya su hijo es un atleta que brilla con luz propia. La maestra le explicó a la mamá de Inocencio, una señora muy humilde, trabajadora doméstica, que Inocencio tenía grandes posibilidades de llegar lejos con el fútbol y la madre le respondió: «Mi permiso claro que lo tiene, pero no tengo para pagarle el uniforme y los pasajes. ¿Cómo hago? Lo que gano solo alcanza para medio comer y lo poco que le puedo dar es para que pueda ir a la escuela. Yo soy padre y madre, no creo maestra que Inocencio pueda entrenar para ir a esa selección. No puedo pagar esos gastos, no cuento con el apoyo de su padre, tan así que Inocencio nunca lo ha visto».
La maestra informó al profesor y éste al niño. Las lágrimas corrían indetenibles por las mejillas de Inocencio, veía sus sueños de vestir la vinotinto frustrados. Durante los siguientes días de escuela, Inocencio se perdió de la magia y el color de la cancha. El líder estaba cabizbajo y sin motivo para encontrar la pasión del fútbol en las calles y cancha de la escuela. A la salida, Inocencio deambulaba sin sentido por las calles, más un día, al llegar a la esquina que conduce a su barrio, mientras esperaba ante el semáforo en rojo, encontró la salida del problema.
Sacó la lata de refresco, el block de dibujo y colocó la siguiente frase: «sueño ser de la vinotinto» y de inmediato comenzó su función de malabarista, demostrando sus gráciles pasos con la ejecutoria de la lata de refresco, mientras los automóviles pasaban muy rápido a su lado. Durante unos días se mantuvo en esa función y logró reunir suficiente dinero para ir a las prácticas. La madre y los maestros estaban aterrados por el peligro que corría.
Una mañana llegó una notificación del Consejo de Protección del Niño y del Adolescente al plantel, citando a la directora y al representante por estar un menor de edad en la calle ejecutando actividades no acordes a su edad. La docente le explicó a Inocencio que no podía seguir en esas condiciones, porque era menor de edad y había unas leyes que le prohibían a los niños realizar tales actividades, pero él replicaba preguntando si el consejo de protección le pagaría el dinero que necesitaba. Decía que no comprendía si lo protegían a él o era que ellos se protegían sus propias espaldas. Lo único claro es que él quería ser futbolista. Qué ya lo era, sólo que en las primeras etapas.
Inocencio siguió siendo el malabarista del semáforo durante la semana y asistía los fines de semana al entrenamiento formal. Un día mientras regalaba sus malabares a los viajantes, llegó su maestra. Se paró a hablarle y recriminarle. No continuó por ese día pero desde esa fecha Inocencio cambió a un sitio más alejado, en la entrada de la autopista por donde pasaban más vehículos. Aquí corrían muchos automóviles y pocos se podían parar pero aun así sus ingresos eran mayores. Ya Inocencio podía además hasta comprarse un balón para él. No faltaba a su cita diaria. Corría a la autopista, ya hasta algunos choferes le saludaban con un corneteo como saludo.
Inocencio Vinotinto brillaba en las canchas, en la escuela, en las calles del barrio y en el estadio los fines de semana. Era indetenible. Inocencio León. Inocencio Águila. Es claro su futuro de éxitos. Da gozo observarlo y saber que uno está viendo un campeón en desarrollo.
Hoy hubo un accidente, un automóvil redujo la velocidad mientras le observaban y otro más atrás que corría muy rápido, frenó, patinó y finalmente arrastró a Inocencio. No llegó vivo al hospital.
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Fue un sepelio más horrible de lo que suelen serlo. La historia de su vitalidad truncada afectaba a cualquiera, pero además, todos se sienten un poco culpables. Y en eso todos tienen razón. El Consejo de Protección del Niño y Adolescente ha emitido unas declaraciones en los principales periódicos responsabilizando a la escuela y los familiares, y también ellos parece que tienen razón en varios puntos. Lo irónico es que el costo de esos anuncios es mucho más alto que lo que Inocencio necesitaba.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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