Sultana de nadie, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Camisa de fuerza (Camisa de fuerza),
Sultana de nadie (Sultana de nadie).
Vivir en Caracas (Vivir en Caracas),
Morir en Caracas (Morir en Caracas).
Yordano Di Marzo, Vivir en Caracas, 1982
«Las ciudades», escribió Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles (1983), «son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje…». A la Santiago de León de Caracas que fundara el castellano-leonés Diego de Losada y Cabeza de Vaca el 25 de julio de 1567 subyacen y se le superponen muchas otras invisibles para nosotros, pero no por eso menos reales. Sinnúmero de ciudades superpuestas y aplastadas unas contra otras; estratos de historia entre cuyas capas yacen como antiguos fósiles vidas enteras, amores de los que jamás nadie supo, nostalgias, proyectos irrealizados, grandezas y miserias de todo tipo.
Fue en sus intersticios urbanos donde por primera vez amé y luché, donde aprendí «cómo era la vaina» y también donde soñé el sueño imposible de una especie de ciudad solar a lo Campanella en la que los hombres vivieran como hermanos.
Traído a Caracas desde mi natal Maracaibo siendo todavía muy niño, aquella otra ciudad – la «del sol amada» cantada por Baralt– fue siempre para mí una especie de Nueva Jerusalén a la que habríamos de volver todos en casa algún lejano día que jamás llegó. Santiago de León, empero, se instaló en mi vida como un personaje de pretensiones protagónicas que a cincelazos fue esculpiendo poco a poco el espíritu del hombre que iba yo siendo. «Bella y terrible a la vez», como de la llanura venezolana dijera Gallegos, en sus calles, plazas y bulevares también «caben holgadamente la hermosa vida y la muerte atroz». Lo sé muy bien, pues en las salas de urgencias de sus hospitales –¡el viejo Vargas!– vi transcurrir mi juventud entre los gritos y las sangres que manaban cada noche desde el fondo del país sin rumbo que siempre fuimos.
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Pocas ciudades han sido más pensadas y estudiadas que Caracas. Desde la antigua cuadrícula castellana, la del pomerio fundacional, hasta los alucinantes planos trazados por Maurice Rotival en 1939, a los que se sumarían con el tiempo los cientos que hoy yacen olvidados y mohosos en los sótanos de lo que fuera la antigua OMPU, difícilmente haya habido caos mejor planificado que el caraqueño.
Y es que la tragedia de Caracas no ha sido tanto la falta de elaborados proyectos de urbanismo pensados para transformarla en una gran metrópoli como el desamor por ella de quienes la han vivido y gobernado. Deseada más que querida, lo mismo Boves que Bolívar ansiaron ocuparla como lo hicieran Castro y sus andinos ochenta años más tarde.
Guzmán –el primer caraqueño que la domeñó– se encargaría de volver jirones sus bucólicos espacios de modesta villa española ultramarina para convertirla en un remedo tropical de la París del barón Haussmann. Siguieron Gómez que la abandonó, Pérez Jiménez que la ahogó en concreto armado, la democracia que la soñó cosmopolita y Chávez, que descargó contra ella todo su rencor de veguero resentido.
Pocos, con excepciones como la de Arístides Rojas –médico, antropólogo, naturalista y ensayista– se ocuparon de reivindicar sus orígenes como lo que fue: un pequeño pueblo consagrado al patronazgo de Santiago Matamoros y de la Inmaculada Concepción que a unos castellano-leoneses se les ocurrió plantar en medio del más hermoso valle de todo el Caribe.
De allí que un dominicano –don Billo Frómeta– haya sido su cantor y un catalán –Manuel Cabré– su mejor paisajista. Caraqueño sí fue su poeta –el trágico Pérez Bonalde– cuyo verso la vistió con tules de exótica y bella odalisca otomana rendida a los pies del Ávila devenido en enamorado sultán. Emputecida hoy, lo mismo por «Kokis» que por bodegoneros, los «colectivos» o los nuevos aristócratas del «enchufe» y del «lavado» inmobiliario que marcan sus respectivos territorios como los perros con sus orines, ya no hay quien cante, piense, pinte o verse a Caracas, la eternamente malquerida sultana de nadie de la canción de Yordano.
Para siempre se fueron los poetas callejeros que recitaban sus versos entre las mesitas de La Vesubiana y los ideólogos de pupitre que confrontaban sus tesis en el Gran Café de Henri Charrière, centro de aquella nostálgica ágora caraqueña que ya no existe.
Quién sabe si renacerá algún día la mancillada sultana de entre los detritos en los tantos desamor la ahogaron. Convencido de que me tocará algún día morirme de y en Caracas, de momento voy recorriendo sus desportilladas aceras como un arqueólogo que busca los vestigios de lo que alguna vez fueran risas, amores, sueños, abrazos, lienzos pintados, libros, conciertos y maravillosas puestas en escena expresiones de un tiempo feliz que no sé si algún día volveré a ver.
¡Te abrazo en tu 454 aniversario, maltratada sultana avileña! ¡Y acompaño con mi tristeza la tuya, preso como estoy contigo en tu terrible serrallo!
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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