SuMisión Social, por Teodoro Petkoff
Cuando Nikita Jruschov presentó su célebre “Informe” al vigésimo congreso del partido comunista de la URSS, en el cual denunció —muy a medias, cierto es, pero escandalosamente para el movimiento comunista mundial—, los horrendos crímenes cometidos por José Stalin, una voz se oyó entre la masa de miles de delegados: “¿Qué hacías tú en esa época?” Jruschov preguntó, a su vez: “¿Quién dijo eso?” Un silencio glacial paralizó a la asamblea. Al cabo de unos larguísimos segundos, el rubicundo Jruschov cerró el caso: “Eso mismo hacía yo; callar”. Cierta o no, la anécdota refleja perfectamente el clima que se vivió en la Unión Soviética bajo el stalinismo (y después también, aunque aminorado), hasta que el sistema implotó, víctima precisamente de las fracturas tectónicas que le eran propias y de las contradicciones imposibles de superar que aquella sociedad inhumana generó. Quienes no callaron, murieron en los helados campos de concentración siberianos. Pero muchos de los que callaron, también perecieron, acusados de los más inverosímiles “delitos”. Mantener la boca cerrada no era opción que asegurara la vida porque Stalin también envió al cadalso a muchos de sus más fieles colaboradores.
Viene a cuento esta historia porque cuando se oye a Chávez y a algunos de sus altoparlantes hablar de las posturas del partido Podemos es imposible no rememorar el clima político-intelectual que condujo a las criminales ejecutorias del stalinismo. No es que queramos comparar a Chávez con Stalin, pero sí evocar la intolerancia fanatizada que fue el caldo de cultivo que hizo posible aquellos horrores, haciendo del miedo un instrumento de poder.
Quizás el más lejano antecedente de la intolerancia totalitaria del siglo XX puede encontrarse en las palabras de Saint Just, la mano derecha de Robespierre, durante el año terrible de 1793: “La revolución se defiende en bloque, quien la discute en los detalles, la traiciona”. El régimen totalitario sólo acepta sumisión; cualquier actitud que discrepe, aun en detalles de poca monta, es inaceptable para los jefes de un proceso colocado bajo el signo de la intolerancia. La idea de diversidad y pluralismo es incompatible con la óptica totalitaria. Esta concibe a la sociedad como un bloque homogéneo, en el cual las divergencias son consideradas como expresión de una patología política, que debe ser “curada” mediante la represión, justificando ésta porque no se adelantaría contra ciudadanos que ejercen el democrático derecho de eventualmente estar en desacuerdo con su gobierno, sino contra una especie considerada como subhumana, la de los traidores. En una democracia, la diferencia de opiniones no es un delito; en un régimen totalitario la diferencia de opiniones con el dogma es un crimen.
La facilidad con la cual Chávez y otros califican de “traidores” a la gente de Podemos, que ha acompañado “el proceso” durante ocho años —y que hoy con coraje y dignidad defiende una concepción democrática del cambio social—, es verdaderamente sobrecogedora. Lo peor de la reforma chavista es que da rango constitucional a la intolerancia y a los peligros que acompañan a ésta.