Tarea cero o cerebro cero, por Rafael A. Sanabria M.
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La propuesta de eliminar completamente las tareas escolares ha pasado de ser un susurro pedagógico a un grito de guerra parental. A primera vista, suena a utopía: niños felices, tardes libres, familias que por fin cenan sin la sombra de un proyecto de volcanes. Sin embargo, antes de quemar simbólicamente los cuadernos de caligrafía, es fundamental examinar esta tendencia con una mirada crítica y objetiva, lejos de la euforia del «tiempo libre» y de la rigidez de la «disciplina a ultranza».
Uno de los argumentos más sólidos contra la tarea es su rol como amplificador de la desigualdad social. Para el niño con padres universitarios, con tiempo y recursos para supervisar un ensayo sobre el Siglo de Oro, la tarea es un mero refuerzo. Pero para el estudiante cuyos padres trabajan dos turnos, no dominan la lengua, o no tienen la formación, la tarea se convierte en una fuente de frustración, estrés y brecha académica.

En esencia, si la tarea requiere de un soporte parental que no todos pueden dar, la escuela está pidiendo a la casa que haga su trabajo, y solo algunas casas pueden permitírselo. Es una verdad incómoda: la tarea no mide el esfuerzo del alumno, sino la capacidad de su entorno para brindarle ayuda. Eliminarla, desde esta óptica, es un intento de devolver a todos los niños las tardes y, de paso, devolver a la escuela la responsabilidad total del aprendizaje.
Los defensores de los deberes argumentan, y con razón, que la tarea fomenta la disciplina, la responsabilidad y el hábito de estudio autónomo. Estas son habilidades críticas para el éxito futuro, no solo académico, sino laboral.
No se trata de memorizar, sino de planificar, priorizar y, en definitiva, de aprender a trabajar solo. El problema no es el concepto, sino la ejecución aberrante. La realidad en muchas aulas es una sobrecarga de trabajo repetitivo, «deberes por deberes», o como afirman algunos educadores: «tarea para hacer lo que no nos dio tiempo a hacer en clase». En lugar de un ejercicio para reflexionar o aplicar un concepto, se manda un ejercicio de copia mecánica. Esto no crea disciplina; crea rechazo y ansiedad (la OMS ha señalado los deberes como una causa importante de estrés infantil).
Si un estudiante ya pasa 6 a 8 horas en la escuela —una jornada laboral de adulto—, las tardes deberían ser para el desarrollo integral: deporte, música, juego libre, socialización y, sí, también, el valioso tiempo de ocio y aburrimiento que dispara la creatividad. El equilibrio no se encuentra en la abolición total, sino en la redefinición radical.
La solución, como casi siempre, no está en los extremos. Países con sistemas educativos ejemplares (como Finlandia, a menudo citada) asignan poca o ninguna tarea en la primaria, enfocándose en la calidad y la pertinencia del trabajo extraescolar a medida que el estudiante madura. Un enfoque crítico sugiere que si un contenido requiere ser repetido de forma masiva en casa, tal vez el problema sea el método de enseñanza en el aula o un currículo excesivamente denso.
La Tarea Ideal debería ser:
- Personalizada: Adaptada a las necesidades individuales (refuerzo para unos, retos para otros).
- Significativa: Conectada a la vida real del alumno, fomentando la investigación o la aplicación práctica, no la mera memorización.
- Breve: Nunca más de lo necesario para consolidar un concepto. La OCDE sugiere un máximo de 4 horas a la semana.
Eliminar la tarea por completo es una solución sencilla a un problema complejo, que corre el riesgo de tirar al niño con el agua del baño. Es un parche que evita la pregunta de fondo: ¿Estamos optimizando el tiempo que el niño pasa en la escuela? La escuela de hoy debe ser un lugar de aprendizaje profundo y eficiente.
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Las familias merecen recuperar su tiempo. Los estudiantes necesitan autonomía, pero también descanso. La pelota no está en el tejado de la abolición, sino en la cancha de la inteligencia pedagógica. Necesitamos menos tarea, pero más pensada. De lo contrario, los alumnos tendrán más tiempo para jugar, lo cual es excelente, pero la brecha entre los que aprenden y los que no, seguirá creciendo sin que nadie se dé cuenta hasta que sea demasiado tarde.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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