Temas en mesa revuelta, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
I
Difícil ha sido evitar que a propósito de la demasía constitucional en nuestro país –“Historia constitucional de Venezuela”, como titula José Gil Fortoul su densa e ilustrada obra– se desatara una borrachera de pomposas y menos pomposas Constituyentes y Cartas Magnas. Pocos Estados pueden jactarse de haber “disfrutado”, cual Venezuela, de 24, siendo la más larga y provechosa la aprobada en 1961. Rodolfo José Cárdenas sostuvo en muchas ocasiones que los años de vigencia de esa Constitución, configuraron la “era dorada” de nuestra Nación, tanto por respetuosa de la libertad y los derechos individuales, como por la fecundidad de su obra material y moral.
Ahora bien, la índole democrática de un país no depende del número de Cartas Magnas que haya tenido, recordemos que la modélica democracia norteamericana aprobó en 1787 la única bajo la que se ha regido. De ahí que no sea tampoco especialmente clara la relación de las Leyes fundamentales con el poder soberano que las haya dictado. No obstante, pueden acercarse a la perfección cuando los poderdantes guardan una armoniosa conexión que favorece la estabilidad y la manera de relacionarse con esos hitos, en varios casos, absolutamente justificados, porque los legisladores tengan conciencia de que les esté tocando impulsar cambios significativos; pero en otros los efectos han sido inocuos o contraproducentes tal como ha ocurrido con la Asamblea Constituyente nombrada el 1º de mayo de 2017, bajo la conducción del PSUV.
Se instaló con 545 miembros y perdió 42,3 por muerte y 39 por renuncias, pero nadie explica con probidad cuál pueda ser su propósito. Se entiende que las Asambleas Constituyentes están para promulgar Constituciones, pero la mencionada no ha honrado las implícitas aspiraciones nacionales. Debemos admitir que, salvo importantes excepciones, no ha habido mayor correspondencia entre las infladas promesas históricas y los procesos –revolucionarios o no– que las postularon e intentaron institucionalizarlas.
Siendo –a mi juicio– los más paradójicos, el Congreso y la Constitución de Angostura de 1819, han sido también los más trascendentes.
En Angostura se cimentaron sólidamente las premisas de la Emancipación al consagrar ¡por fin! la unidad del fragmentado movimiento patriota, bajo la dirección intelectual y militar del Libertador. Recibió Bolívar pleno respaldo al programa y la estrategia, de los que había sido el músculo y la sangre.
¿Y qué puede haber de paradójico en tan justos y merecidos reconocimientos? Bueno, sencillamente que –en estricto criterio jurídico– se excedió y sobrepasó con creces el poder que le otorgó el Congreso de la Nueva Granada y por lo tanto incurrió en actos írritos, jurídicamente viciados de nulidad. Bolívar fue amplio y también limitado. Fue investido dictador-comisorio pero sus funciones quedaron encerradas en el marco fijado por el Congreso neogranadino. Se le ordenaba que restableciera la independencia de Venezuela en los términos aprobados por la Constitución Nacional de diciembre de 1811. Se le ordenaba restablecer aquella Constitución de aquella única Provincia-Estado, pero hizo aprobar en Angostura “una nueva Constitución”, válida no para uno, sino para cuatro países: la antigua Audiencia de Quito, el gobierno de Guayaquil, Nueva Granada y Venezuela.
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No obstante, sigue siendo jurídicamente válido que sus admirables logros partieron de decisiones írritas, historia que dejaron muy atrás las facultades que le encomendó el Congreso de Nueva Granada, aunque a esta distancia todos avalen sus actos de entonces, írritos o no, vale preguntarse como apreciarían el exceso voluntarista de Bolívar los organizadores del magnicidio septembrino y lo que hubiera acontecido si el bárbaro atentado contra su vida hubiese tenido éxito.
Por supuesto, el asunto podría sumarse al cúmulo de causas que expliquen la conflictiva, tormentosa y peligrosa resistencia que no tardó en encontrar en Nueva Granada, cuyo congreso le había conferido la autoridad legal para iniciar su larga marcha libertaria; y en Venezuela, donde nació la extravagante idea de expulsarlo de su país. Quizá en algo lo hubiera ayudado que sus actos incluyeran mayor atención a las formalidades legales. Un gran político como era él, seguramente las habría manejado con insuperable eficacia. Brewer Carias lo hubiera asistido bien. ¡La política, el derecho, siempre tan vituperados, siempre tan imprescindibles!
II
Sirviéndose de frases de San Remigio dirigidas al rey Clodoveo, liberales y conservadores del siglo XIX, “incineraron las cosas adoradas. Para hacer adorar las cosas incineradas”
Los liberales defendían la Educación, con Guzmán Blanco implantando su obligatoriedad y gratuidad, y simultáneamente la echaban al fuego por incapacidad para crear los institutos que la consolidarían. Esa triste incongruencia se repite en estos duros tiempos de “hecho en socialismo”. Se multiplicaron las escuelas de educación básica desde la victoria democrática de enero 1958, pero en los últimos 20 años la falta de criterio, de modelo viable y la proliferación de promesas fallidas en los duros tiempos que estamos padeciendo, nos han condenado al más desolador fracaso educativo.
Mientras elevan loas colosales para enaltecer avances anónimos, grandes instituciones universitarias están sometidas a la más infame desintegración. O como proclamaba ese semi olvidado gran líder civil, que fue Domingo Castillo, mencionan la independencia del pensamiento y logros que nadie ve. No entienden lo que aquello pueda significar en término institucionales. Repitamos, pues: incineran las cosas que por ser antiguallas nadie adora, lo que no les impide –recuerden, la revolución no descansa– adorar las ideas incineradas.
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