Tengo país, por Fernando Rodríguez

Correo: [email protected]
Es ahora que tengo país. Ya de muy viejo. Mi infancia y mi adolescencia fueron muy afrancesadas. Mi abuela, aristócrata arruinada, que había vivido en grande algunos años en Paris me dormía de niño con la Marsellesa y me describía mi futuro en el único lugar para vivir plenamente, Paris. Eso quedó, aunque ya mayorcito transité por otros caminos y proyectos. Pero cuando decidí que yo quería ser un intelectual, así no más, caí en cuenta de que la mejor manera era hacerlo en Francia, todavía la meca de escribidores y pintores; Paris, reine du monde había dicho Cesar Vallejo.
Me fui a hacer mi posgrado en la Universidad de Paris y pasé unos años en la anhelada ciudad luminosa. En realidad no creo que mi afectividad central se haya movido mucho y regresé a dar clases en la UCV, salvo unos años en la Cinemateca, hacer bastante política y solo algunas visitas muy esporádicas al ya distante París. Pero mi formación fue básica y para siempre existencialista, a la manera del primer Sartre, y luego hice esfuerzos por ser marxista, como la época, y al final terminó siendo una mezcla muy personal, revuelto lo anterior a una constante pasión por la vanguardia en las artes. Pero este es un pequeño retrato desde el celular.
La idea de país, Venezuela, siempre fue nebulosa. Además el planeta se globalizaba y desde la izquierda y la derecha nos jalaban a ser internacionales. Y no me gustaron nunca sus gobiernos ni sus medios de comunicación ni la demasiada elitista organización cultural ni cierta echonería petrolera. Fui un profesor clase media, que no se preocupaba por tener mucho más dinero, Venezuela no era mercantil para mí.
Digamos que aborrecía la palabra patriota, el culto a la fábula heroica y otras manifestaciones nacionalistas, hasta el deporte. Si acaso amaba, con el sentido bueno de la palabra, la UCV, sobre todo al principio, no al final, y claro mi familia y mis panas. Venezuela era para mí un desastre continuo y bastante tosca en casi todo. Y sin embargo milité mucho por ella, vaina rara.
Pero de un tiempo, años, para acá es tanto el sufrimiento que la he visto padecer que me he dado cuenta cabal de lo que decía Uslar, que tenemos un solo país, no más. Y hasta quisiera ser más joven para luchar prácticamente por tratar de ayudar a sacarlo de esta infame terapia intensiva histórica en que la han llevado «unos coronelitos carniceros, que en mi país no saben sino robar y matar» (Juan Liscano, sobre Pérez Jiménez). Y me doy cuenta que ese dolor es amor, amor que no cree en banderas y apologías falsas o costumbrismos baratos.
No quiero que muera, porque es posible que suceda, lo llaman país fallido. La quiero para mis hijos y todos los hijos. No soporto los inocentes ciudadanos cada vez más pobres, cada vez más tristes, sadismo calculado contra su dignidad y sus derechos humanos. No concibo que haya nueve millones de tipos fuera o mil presos políticos. Pero eso lo digo semana por semana, lo que quiero subrayar ahora es que en este desastre nacional y personal, perdí mi poco dinero y mis hijas están muy lejos, y que no parece cesar, en medio de todo me ha hecho un venezolano consciente de serlo, maltrecho pero que ha caído en cuenta plena que ama con pasión esta tierra y sus recuerdos vividos en ella.
Es un último amor, quién sabe si también fue el primero, el del tronco viejo de Antonio Machado.
*Lea también: Autoayuda para viejos, por Fernando Rodríguez
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo