Teodoro lector y cinéfilo, por Fernando Rodríguez
Como quiera, y a pesar del desierto que atravesamos, la muerte de Teo ha producido un sacudimiento muy grande y sentido en la opinión nacional y se han multiplicado noticias, fotos, recuerdos o análisis sobre su inmenso y prolongado sitial en la Venezuela contemporánea, yo trataré de aludir a algo menos solemne y más puntual de su perfil. Además estoy seguro que seguiré, seguiremos, hablando de esa figura estelar de nuestra historia republicana contemporánea y ese amigo capital de mi vida.
Doy por sentado que la importancia de la cultura teórica de Teodoro no hay que remacharla porque produjo obras decisivas que lograron un objetivo mayor en un momento crucial: sacar a la izquierda nacional, e influenciar la latinoamericana y allende, de los caminos sin salida ni salud de la violencia, en la que había participado como figura legendaria, para abrirle un camino democrático que era el único camino, por escarpado que fuese. Y luego su trabajo como editorialista en TalCual que logró, quizás como pocos, darle a una oposición extraviada y desesperada un camino de luchas pacífico y “político” (como se llama ahora a la sagacidad estratégica) que, de alguna forma, y a pesar de avatares y derrotas, seguimos transitando. Y, por supuesto fue de los críticos más severos y certeros de los desafueros del régimen despótico. Es un tema grande a desarrollar.
Yo quiero solo hacer un par de pinceladas sobre su pasión en general por todo producto espiritual y centrarlo sobre todo en la literatura y el cine, quizás las mayores de sus aficiones estéticas. Luis Freites, su hijastro, un joven novelista de obra promisoria, dice por allí que el comprendió lo que era un intelectual cuando Teodoro llegaba a casa molido por esos días llenos de laboriosa intensidad y se ponía religiosamente a leer páginas y páginas de los libros de su selecta biblioteca. Y así fue siempre. Dudo, por ejemplo, que haya muchas novelas nacionales que no haya leído, hasta las más sospechosas de ser amenazantes bodrios. Seguramente se trataba, además de ejercitar su goce de lector, de una manera de tomarle el pulso a la sensibilidad nacional y epocal. Y también ese hiperbólico deseo de conocer hasta los más lejanos rincones de este país que se quiso devorar en todas sus facetas. A lo mejor, eso solíamos decirle y arrecharlo, eran manías venidas de sus orígenes geográficos muy lejanos.
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Y por supuesto leyó los clásicos, lo enorgullecía haber devorado en cuatro días el Ulises de Joyce y también en tiempo récord la obra de Proust. Suena raro a estas alturas para un hombre que pasó la vida cumpliendo obsesivamente, compulsivamente, los términos eran muy de él y con toda su carga analítica, sus inagotables tareas políticas.
El cine era otra de sus pasiones. Vio de todo. Tanto que un día montamos un cine club casero, con unos cuantos feligreses, y vimos cualquier diversidad de cosas. Y las peleábamos. Prefería el buen cine americano, el bueno de verdad, Kubrick o Coppola o los Coen… Y le fastidiaban las cosas muy edulcoradas, muy vanguardistas por darle un nombre, y en aquellas sesiones solía dormirse, o simularlo en parte según su mujer. En todo caso para que le dejaran escoger la próxima.
Es curioso pero escribió sopotocientos prólogos de toda laya. O hizo de presentador de igual número. Poesía, filosofía, novelas, memorias, ensayos…
Porque pocos políticos en nuestra historia han tenido un lugar tan preeminente en las comarcas culturales. Harían todo un tomo de unas eventuales obras completas. Nunca decía que no, entre otras cosas.
Ese humanista debería ser un modelo de una formación integral de políticos presentes y futuros. Sobre todo ahora que nos mandan semejantes charreteras y politicastros ignorantes y soberbios, que dan pena. Y lo que digo lo pueden refrendar testimonios pasados y presentes de lo más selecto de la cultura nacional. En una entrevista le preguntaron a quién consideraba el venezolano más importante y no dudó: Rafael Cadenas. Rafael le ripostó en otra, que era Petkoff. Y algo añadirían al tema sujetos como García Márquez, su amigo de siempre, o Vargas Llosa, que lo llamó el Malraux latinoamericano, u Octavio Paz… y una muy larga lista de notables del planeta.