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Teodoro y Morodo, por Fernando Rodríguez



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Fernando Rodríguez | junio 2, 2019

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En estos días me dio nostalgia, o más intensa nostalgia, la ausencia de Teodoro Petkoff. No por azar. Cuento.

Resulta que por aquella segunda mitad de la era Chávez llegó a Caracas el nuevo embajador español, Raúl Morodo. Y llegó aureolado de valioso intelectual, constitucionalista de primera, de los gestores que colaboraron al nacimiento de la España democrática y próspera. Creo haberlo visto alguna vez y se me diluyen en la memoria algunas palabras que cruzamos.

Por entonces yo organizaba el Premio Federico Riu, ese maravilloso señor que fue puente entre el pensar hispano y el nuestro, un transterrado ejemplar, y que subvencionaba la Embajada. No recuerdo que opinión me hice de su persona.

Lo cierto es que el embajador del triste desecho histórico llamado Rodríguez Zapatero se hizo hombre de Miraflores, amigo entrañable de nuestro intelectual y constitucionalista Hugo Chávez Frías. Entonces había fiesta en palacios, cuarteles y embajadas. Los precios del petróleo habían logrado un inimaginable record histórico en una lluvia que parecía no acabaría nunca, como en algún cuento de García Márquez. Y por ende había plata para cualquier bolsillo diestro y ávido, local y extranjero.

Nuestro cacique además quería gloria patria pero también continental y, ¿por qué no planetaria? Sería muy honroso, supongo, tener al embajador de la madre patria de bufón de su corte. Y los negocios binacionales fluyeron como nunca, ellos vendían y nosotros comprábamos, y las maracas y las panderetas se hermanaban en contagiosa alegría. Ni siquiera aquel histórico y monárquico “¿por qué no te callas?” pudo empañar sentimientos tan tiernos y besuqueos tan tórridos.

Un cierto día nos invitó el Agregado Militar español a Teo, a Joaquín Marta Sosa y a éste a un almuerzo en un muy distinguido restaurant del este. El motivo era advertirnos, TalCual estaba en un estupendo momento, de los peligros de que la ETA, la cual a través de agencias piratas y otros mecanismos, nos metiese gato por liebre, mensajes aparentemente ajenos pero que respondían a designios oscuros de la organización. Fue breve y terminó prometiéndonos algún material que nos sirviera de antídoto al veneno vasco.

Teodoro dijo algo así como que no debía preocuparse que ya éramos grandecitos y sabíamos bien que era la ETA. Pero que la ocasión le parecía estupenda para que nos explicara la razón por la que el chulo del embajador dedicaba sus días a la más lambucea y arrastrada actitud ante los déspotas e ignorantes que nos gobernaban.

El diplomático se vestía como diplomático, hablaba como diplomático, se reía como diplomático…era un diplomático. Por supuesto trago grueso e intentó alguna explicación sobre la debida cordialidad con el país en que se ejercía y que en general la gente exageraba al respecto. A lo cual Teodoro respondía cada vez con más contundencia: una cosa es cordialidad otra lamer el piso.

Y terminó cercándolo hablándole de sus fraternos amigos del PSOE, a comenzar por Felipe, quienes, demócratas cabales, detestarían esa servil actitud ante la barbarie. Un explicable silencio comenzó a apoderarse del distinguido recinto en que los comensales no querían dejar de oír el inesperado espectáculo.

Teo hablaba cada vez más feroz y reciamente. Y el agregado miraba silencioso algún lugar distante. Creo que no hubo postre y apenas nos despedimos. Joaquín y yo, que habíamos permanecido como mirones de palo, después de intentar encontrar alguna sintonía, aunque fuese forzada, nos fuimos juntos. Seguramente dijimos que era bien merecido, pero ese estilo de Teodoro no era siempre el más pertinente.

En estos días en que se ha revelado en que el constitucionalista y su descendiente eran un par de ladrones, ya caídos en manos de la justicia española, que le quitaron a Pdvsa, a los venezolanos, más de cuatro millones de euros, coño, de verdad que hubiese tenido un placer inmenso en darle la noticia a Teo (que siempre se informaba tarde) y que evocáramos largamente aquel almuerzo, aquel tiempo y aquel personaje arrogante y necio.

Pero nada no se puede hablar con los muertos, ni siquiera estas maravillas del destino. Mierda, la vida.

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