Testimonio y escritura, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
1.Denis Scheck, crítico literario alemán al que respeto, la recomendó. Ahí me di cuenta de una antigua aseveración. El tema y el argumento no cuentan en la literatura, lo que cuenta es la narración.
Por el tema en sí –un aborto de una muchacha en la Francia de los 60– yo no habría leído el libro de Annie Ernaux, El acontecimiento. Pero hice caso a Scheck. En dos horas, sin levantar la vista, leí como hipnotizado las 70 páginas del testimonio. Impactante, emocionante, desgarrador, todo esto es decir poco. Un relato que duele. Incluso físicamente: duele.
Annie, como tantas adolescentes de su tiempo –en una Francia más liberal que otras naciones europeas– quedó embarazada sin haberlo deseado. En el jolgorio de su juventud no llegó nunca a imaginar que el sexo tuviera relación con nada. «En todo lo relacionado con el amor y el goce no me parecía que mi cuerpo fuera intrínsecamente diferente al de los hombres». La diferencia empero, llegó a sentirla como una discriminación de la biología a favor de los hombres.
Ni por nada del mundo Annie habría querido interrumpir sus estudios en los que ya apuntaba la destacada intelectual que terminó siendo.
Pensaba en un comienzo que se trataba simplemente de un simple malestar gástrico y acudió a un gastroenterólogo. Cuando un ginecólogo detectó la presencia de un embrión, su primer impulso, en un irracional acto negacionista, fue romper el certificado de embarazo. No podía ser, pensaba. Sentía su vientre vacío, pero no lo estaba. Su embarazo lo asumía como un veredicto injusto. Un golpe artero de la mala suerte, una desgracia. «A un lado estaban las chicas con sus vientres vacíos, y al otro me encontraba yo»
El embarazo le estaba robando su alegría de ser. Su vientre la condenaba a ser distinta. Embarazo y disociación grupal caminaban juntos. «Me sentía abandonada por todo el mundo». Al escuchar las risas de sus amigas «me parecía que ya no tenía edad». La promesa de un hijo le extirpó de modo radical su juventud. Comienza entonces a buscar contactos solidarios entre chicas que ya habían experimentado el aborto.
Fue así como tuvo acceso a un mundo ilegal del que hasta entonces no tenía la menor idea. Lo de las parteras clandestinas que proliferaban al amparo de la prohibición era y es un hecho conocido. Poco se ha hablado, en cambio, de la complicidad de los médicos, no solo de los que utilizaban la prohibición para su enriquecimiento personal sino de los que estaban obligados a ser cobardes. Ninguno quería meterse en problemas legales. Desde uno que, sin nombrar la palabra embarazo, le recetó penicilina para cuando fuera a ir «donde vaya», pasando por otro que le prescribió un «remedio» sin receta, haciéndola sentir como una delincuente en la farmacia, hasta llegar a uno que la somete a un raspaje soltando una frase terrible: «Yo no soy su fontanero».
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Las escenas del intento de eliminar al feto y otras similares no las escribiré aquí. Solo cabe destacar que, sin ese testimonio, Annie Ernaux nunca podría haberse liberado de un trauma que arrastraba como un pesado fardo. Mirando hacia atrás llegó a la conclusión de que —más allá de la crueldad de personas aisladas, entre ellas un sacerdote que la increpó brutalmente durante la confesión— ella fue víctima de un orden de cosas que recién cuando adulta pudo dilucidar. Interesante entre otros juicios es la analogía que hace entre la prohibición del aborto con otras actividades clandestinizadas de nuestra época, entre ellas las de quienes trafican con emigrantes.
Hoy se persigue a esos traficantes, escribe «como hace 30 años se deploraba de las personas que practican abortos. Pero no se cuestionan las leyes ni el orden mundial que provocan este fenómeno». Algún día conoceremos los testimonios de los emigrantes, de los que fueron estafados por traficantes, de los que padecieron hambre y frío, de los que vieron ahogarse a sus padres o a sus hijos.
Podemos estar o no de acuerdo con el libro de Ernaux, pero quien quiera argumentar a favor o en contra del aborto debería leerlo. Sin conocer realidades como las que ella nos relata, toda discusión sobre ese tema resulta una entelequia. Podemos también embarcarnos en largas polémicas académicas, morales y religiosas sobre el tema. Pero lo que no podemos hacer es ignorar experiencias vividas por tantas víctimas de la indolencia institucional.
Si el cuerpo pertenece solo a su dueño o es parte de un cuerpo social o de la voluntad divina, puede ser un debate interesante y atractivo. Pero si no consideramos los daños biográficos, los destinos truncados, los traumas que han marcado a fuego la vida de tantas mujeres, incluyendo la imposibilidad de llevar una vida relativamente normal, toda discusión resulta ociosa.
2. El relato de Annie Ernaux corresponde al género de la literatura testimonial. Tal vez uno de los más difíciles de practicar. Por un lado pertenece a la literatura propiamente tal. Por otro, está ligado a la historiografía, pues sin testimonios es difícil escribir historias. Los testimonios pueden ser piezas literarias, pero antes que nada son documentos. Son literarios solo cuando la calidad de su prosa así lo permite. Y bien, el de Ernaux tiene ese doble valor: es literario y documental a la vez. En sí reúne todas las características propias al género.
Es personal, pero a la vez ilustra un momento de la cultura francesa durante los años 60. El acontecimiento es, por lo tanto, doble: irrumpe en la vida íntima de Annie pero tiene lugar sobre un piso nacional. Es fidedigno y verídico, y la imaginación, propia a toda literatura, está puesta al servicio del principio de realidad. La escritora no es solo observadora: es autora y personaje, es víctima y testigo.
3. El acontecimiento, es mi opinión, debería ser sumado a la lista de los relatos testimoniales de la modernidad . Miembro de un género que en áreas muy distintas tiene nombres inolvidables. La mayoría están escritos bajo la forma de «diarios de vida». En ese sentido, hay testimonios históricos. Me refiero a los que fueron escritos en tiempos dramáticos, como los vividos por Europa en el pasado siglo. Efectivamente, hay testimonios sobre la vida que vivimos pero cuyos interiores no conocemos bien y hay otros que sobrepasan todo conocimiento. Son los testimonios de lo inconmensurable, de la maldad humana llevada más allá de sus propios límites, de la radicalidad del mal (Kant).
El más conmovedor de todos los testimonios del mal hasta ahora conocidos —creo que en ese punto no hay discusión— es y seguirá siendo el Diario de Anne Frank.
Todo el dolor de un pueblo perseguido y diezmado llegó a concentrarse en la figura de una niña que, sin prejuicios, sin ideologías y sin siquiera proponerse dejar un testimonio, describe su día a día en un escondrijo que la protegió, durante un tiempo, de su muerte en un campo de concentración nazi.
Sobre los campos de exterminio nazis, esa maldad radicalizada y banalizada a la vez, también hay testimonios. Uno de los más estremecedores es, sin duda, el de otro niño judío que, ya convertido en adulto, escribe sobre su vida en los campos de concentración con la inocencia que solo un niño es capaz de expresar. Y, al igual que Anne Frank, sin explicarse sobre las razones que lo llevaron a ese siniestro lugar. Nos referimos al escritor sobreviviente Imre Kertész y a su novela-testimonio Sin destino. Tanto Anne como Imre describen lo que, desde nuestro sitial cotidiano, podemos leer y saber, pero nunca entender.
Sobre los campos de exterminio soviéticos hay también fuertes testimonios. Archipiélago gulag de Solyenitzin es sin duda un documento agotador, pero sin la atroz realidad que describe nunca podremos darnos cuenta de lo que significó el estalinismo en la URSS. Del mismo modo, la sensible escritora rumana Herta Müller, a lo largo de su copiosa obra nos ha dejado un duro testimonio de la cruel vida diaria bajo la dictadura del dictador Ceauşescu. En una de sus últimas novelas Todo lo que tengo lo llevo conmigo, fiel a los testimonios de su amigo Oskar Pastior, Müller describe en detalle la vida de los prisioneros en los campos de concentración siberianos. Solo recordar esa novela da frío.
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Hay también testimonios que no han sido llevados a la escritura porque quienes los vivieron no se atrevieron a hacerlos públicos. Es el caso de muchas mujeres que padecieron la ocupación serbia durante la guerra de Kosovo. En otro marco histórico, el autor de estas líneas ha conversado con diferentes mujeres que pasaron por los centros de torturas de las cárceles de Pinochet.
Hay historias que para ellas son inenarrables. «Prefiero soportar el peso de mi trauma a que mis familiares y amigos sepan lo que hicieron conmigo», me dijo una estimada amiga.
Hay, por cierto, testimonios imaginarios. Me refiero a autores que sin haber padecido personalmente los rigores de los acontecimientos históricos, han llegado a imaginarlos con una verosimilitud similar a los vividos por sus actores reales. En los dos últimos años, cuando el covid-19 alcanzó una dimensión mundial, han sido actualizados autores que escribieron sobre grandes epidemias. Antes que nadie, Albert Camus en La peste, cuyo abnegado doctor Bernard Rieux ha revivido entre tantos médicos que arriesgan sus vidas luchando en contra del covid. Tampoco podemos olvidar el clásico de Daniel Defoe, Diario del año de la peste, cuyos imaginarios personajes transcriben la peste que azotó Londres durante 1665.
En analogía a los primeros días pandémicos es imposible no recordar la trágica historia del compositor Gustav von Aschenbach, en Muerte en Venecia de Thomas Mann. Más cerca de nuestro tiempo, el Amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez es un anticipo de la relación tortuosa que se da entre la muerte, la peste y el amor.
Pero sin duda el caso más asombroso es el de la gran escritora canadiense Margaret Atwood quien en su novela Orix y Krake (la primera de una trilogía) escribió sobre la pandemia ¡antes de que esta hubiera aparecido! Las similitudes entre la pandemia ficticia de Atwood y la que estamos viviendo es realmente asombrosa. Por supuesto, el de Atwood no puede ser catalogado, en sentido estricto, como un testimonio, pero sí pertenece a un género poco estudiado, me refiero a la literatura profética. Solo con esa novela Atwood se sitúa al lado del 1984 de Orwell
Hay dos autores recientes y muy conocidos que han escrito novelas en donde la pandemia es una actriz principal. La primera de todos fue la escritora alemana Juli Zeh en su libro titulado Über Menschen. La siguió el español Manuel Vilas en su más reciente libro, Los besos. Escritores radicalmente diferentes cuyos libros tienen dos puntos en común. El primero es que ninguno es «sobre» sino solo «en torno» de la pandemia. El covid-19 determina el destino de los personajes. Pero ninguno de los dos escritores intentó aventurarse en los recovecos del mal bicho. El segundo punto es que en los dos autores mencionados, el amor emerge, en medio de y gracias a, la amenaza mortal.
Desde hace un par de meses la crítica literaria ha venido anunciando la aparición de un «auténtico» libro sobre la pandemia, escrito en forma de diario como el de Defoe, pero sobre situaciones no imaginadas sino directamente presenciales. Al fin, un verdadero testimonio, imaginaba yo. Y así fue como me dispuse a leerlo en cuanto apareciera. El libro al cual me refiero es Volver a dónde de Antonio Muñoz Molina. Debo decir que, en este caso, mis expectativas no fueron colmadas. Lo siento.
4. Volver a dónde relata tres meses de la vida de Muñoz Molina, en plena furia pandémica. Durante esos meses el conocido autor vive en confinamiento. Desde su balcón engalanado por flores (que cuida un jardinero), bebiendo cada noche una copa de vino, mira hacia las calles de Madrid. Debido a la restricción de las actividades sociales, tiene mucho tiempo a su disposición y decide utilizarlo en la escritura de un libro sobre sus experiencias con la pandemia. No fueron muchas, en verdad. De ahí que el autor hubiera decidido escribir dos libros en uno: Uno sobre el Madrid pandémico. Otro sobre los recuerdos de su agraria infancia en donde nos cuenta de sus padres, de sus abuelos y abuelas, de sus tías y tíos, y sobre todo, de los frutales y verduras en los campos cercanos de Úbeda, su lugar natal. Esto último, con tanto detalle y esmero que al final queda la impresión de que, si bien uno no aprende mucho sobre la pandemia, recibe por lo menos interesantes lecciones de horticultura.
Bromas aparte, el libro, escrito con la prosa bien cuidada pero nunca demasiado profunda de Muñoz Molina, no es en sí un testimonio. Y si lo es, no testimonia demasiado sobre la realidad pandémica.
Así nos enteramos que durante tres meses, Muñoz Molina cocina, lee los diarios de Thomas Merton, continúa profesando admiración hacia Benito Pérez Galdós y se sume en la lectura de una biografía de Hitler. Además, aprende a caminar rápido sobre espacios limitados, saca a pasear en las tardes a su perra Lolita, recibe de vez en cuando visitas de familiares cercanos, escucha sonatas de Beethoven mientras toma vino en su balcón y aplaude desde ese mismo balcón a los sanitarios y a la policía, y estos a la vez se aplauden entre sí. También reproduce las noticias de El País y El Mundo, y como buen socialdemócrata, echa pestes en contra de la irresponsabilidad de la ultraderecha española.
Y, por cierto, recuerda a sus antepasados. En esos recuerdos hay fragmentos muy bien logrados –estamos hablando de un escritor consagrado, no lo vamos a descubrir ahora– como el de la triste muerte de un trabajador nicaragüense, llegado a España huyendo de la macabra tiranía de Ortega. Las visitas a su longeva madre, sus silencios y sus olvidados pasados, contienen algunos episodios conmovedores, no se puede negar. Pero, en general, sobre todo en lo que tiene que ver con la pandemia, no es mucho lo que Muñoz Molina nos dice.
5. En suma, seguiremos esperando testimonios sobre la pandemia. Tarde o temprano tendrán que aparecer. La verdad es que los necesitamos. Necesitamos saber más sobre lo que realmente sucedía en los hospitales, de los que murieron por error, de los que sin estar contagiados fallecieron porque el personal solo atendía a contagiados. Queremos saber más sobre la mortandad masiva en las residencias de ancianos. También del dolor de los deudos que despiden a alguien que hace solo un par de semanas vivía rozagante.
Es importante que alguien nos cuente sobre la competencia salvaje que se dio entre los laboratorios virológicos. O de cuánto dinero recibieron los periódicos por desprestigiar a unas y ensalzar otras vacunas. Desearíamos saber cuáles eran los políticos que organizaban las marchas de los imbéciles antivacunas, y qué propósitos perseguían. También que alguien nos cuente la vida cotidiana de los policías y del personal hospitalario. Y no por último, las experiencias de esos seres intubados, vueltos boca abajo, pensando en los segundos que faltaban para irse de este mundo. En una sola frase: necesitamos más testimonios.
Pronto llegará el momento de escribir sobre la historia de la pandemia. Sin esos testimonios no será posible.
6. Me parece que la pregunta de las preguntas aún no ha obtenido respuesta. ¿Qué es un testimonio?
Aquí parece necesario retornar al comienzo de este artículo y volver a referirnos a la historia del embarazo no deseado por Annie Ernaux. En las páginas finales de El acontecimiento escribió Ernaux unas palabras que, en mi opinión, son las que más se acercan al concepto de «testimonio». Dice:
He acabado de poner en palabras lo que se me revela como una experiencia humana total de la vida y de la muerte, del tiempo de la moral y de lo prohibido, de la ley, de una experiencia vivida desde el principio hasta el fin a través del cuerpo (…) Y quizás el verdadero objetivo de mi vida sea este: que mi cuerpo, mis sensaciones y mis pensamientos se conviertan en escritura, es decir en algo inteligible y general, y que mi existencia pone a disolverse completamente en la cabeza y vida de los demás.
Convertir al cuerpo en escritura: eso es un testimonio.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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