Tiempo perdido, por Aglaya Kinzbruner
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Comenzamos como cualquier cuento infantil. Había una vez, él que no lo crea es cosa de él, los incrédulos abundan, un tiempo en que en Venezuela se ganaban buenos sueldos y venía gente de todo el mundo en busca de trabajo. En una gran trasnacional tuvimos como compañera una guyanesa. Era muy simpática y diligente. Al acercarse su cumpleaños la quisimos homenajear e invitarla a merendar por ahí. Sin embargo no nos pudimos poner de acuerdo con el sitio y ella decidió enmendar el capote. «No se preocupen, voy a traer una bandeja de roti». Nadie sabía qué era eso y la curiosidad era mucha. Y realmente, cuando llegaron las pequeñas empanadas hechas de harina de trigo y de arvejas con un relleno de curry de pollo, todos quedamos encantados. Vaina pa’ buena, como decía un famoso cómico criollo.
El párrafo anterior sirve para ilustrar como un gesto empático oportuno se puede ganar la simpatía de todos. Y esto es lo que más nos ha faltado últimamente.
No vemos empatía por ningún lado. Todo es prácticamente obligado. Entre tantas cosas dolorosas que se puedan perder está el tiempo. Nada molesta más que nos encontremos con actividades que resultarán en una total pérdida de tiempo.
Los antiguos romanos se cuidaban mucho de incurrir en esta falta. Por algo duraron más de mil años. Especial cuidado le dedicaban al baño diario. Los patricios tenían un baño en su casa pero el más común de los ciudadanos se dirigía a las termas después de la siesta, lógicamente después de un opíparo almuerzo, no un light lunch como los americanos.
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Roma era la ciudad que más tenía, grandísima es la terma de Caracalla, y eran un lujo total. Se podía escoger entre un baño frío, uno tibio y uno caliente o ir de uno a otro si se estaba de humor. El baño era seguido de masajes. En las termas había de todo para alegres reuniones sociales, hasta un rinconcito para leer, casi una biblioteca de libros escritos a mano y papiros.
Ahora necesitamos de una pequeñísima digresión y explicar cómo entra en esta conversación la metonimia, hay según los expertos nueve clases de metonimia, pero la que más nos gusta es la del damasco, la sustitución del nombre de la ciudad «Damasco» por el brocado que producía. Pues ese fenómeno se puede aplicar también a la gestualidad.
Cuando algún romano, al salir del baño, se levantaba y tiraba la toalla eso significaba solo una cosa y no es lo que significa hoy en día, algún tipo de rendición, sino, estoy listo para la batalla, o más bien un imperativo categórico, pidiendo sexo.
En las termas, sobre todo las grandes, había departamentos separados para las mujeres, en las pequeñas, se utilizaban horarios distintos. No sabemos y sería interesante averiguar, seguramente hay historiadores sesudos muy al tanto de eso, si alguien se encargaba de ver si había alguna doncella dispuesta a compartir el mismo imperativo categórico.
Y, nos preguntarán, ¿qué tiene eso que ver con el referendo? Todo y nada. El problema no es la validez del referendo sino carecer de algún representante oficial confiable. El interés crematístico siempre estará del lado de la persona de palabra.
Volviendo a las termas, sin olvidarnos en ningún momento por qué el imperio romano duró más de mil años. Y es que si algún ciudadano romano no se podía pagar tanta belleza se le daba un día completo a la semana, las termas abrían todos los días por la tarde, para el baño, los perfumes, los masajes, totalmente de «gratiñán». Por otro lado, todo ciudadano romano que no pudiese comprarse una buena comida, tenía derecho a su ración diaria de pan con aceitunas.
No tenemos noticia alguna de que se les obligara a participar en ningún tipo de consulta popular ni en época de la República ni en el Imperio. Les daban bastante panem et circenses (Juvenal) para tenerlos contentos. Pero aquí, por ahora, no tenemos ni pan, ni aceitunas, y ¿el circo? De circo tenemos bastante.
Aglaya Kinzbruner es narradora y cronista venezolana.
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