Tira a mamá del tren, por Omar Pineda
Veintiocho horas después del 11 de abril de 2002, con Pedro Carmona Estanga instalado en el Palacio de Miraflores y enredado en una maraña de decretos, más la imagen televisiva de un Hugo Chávez apocado que entraba cabizbajo a Fuerte Tiuna, donde los mismos golpistas tampoco sabían qué vendría después, yo me fui a reposar tras una jornada agotadora en el periódico tras cambiar dos veces la primera página.
Fueron horas de vértigo. Como salir ileso de un bautizo en la Cota 905 luego de que el tipo a quien no dejaron entrar volvía con su banda y acababa la fiesta a tiro limpio. Había en la calle un ambiente de desconcierto más que de tristeza o de alegría. Otra tragedia particular se sumó: al mensajero de TalCual le mataron su hijo cuando regresaba de la playa con los amigos. Un gatillo alegre de Policaracas aprovechó la anarquía reinante y disparó contra el grupo que iba en el autobús que se desplazaba por plaza Sucre en Catia. La bala se alojó en la cabeza del chamo de 17 años.
Cuando Guillermo Camacho nos lo narró se lo hicimos saber a Teodoro. Indignado, escribió un Boccanegra para describir la Venezuela que se les escapaba a las agencias de noticias. Esa reciedumbre de Petkoff y la ira con la que telefoneó a Carmona Estanga para recriminarle el decreto que acababa de anunciar por cadena de radio y televisión son cosas para no olvidar. “Pedro, coño, ¿qué vaina es esa?… eso es un golpe, chico, nojoda… ¿van hacer lo mismo que ese carajo?”. A la frase le siguió un puñetazo contra la pared de su oficina y para mí son ahora flashback de lo que ocurriría luego que Hugo Chávez llorara de miedo, tal y como se lo confió Arias Cárdenas a Petkoff.
Es lo que digo. Hace veinte años pasaron tantas cosas y uno estaba abierto a creer lo que nos dijeran los vecinos en el ascensor o lo que repetía el vigilante del edificio basado en el testimonio de un primo militar, que albergamos espacio para la confusión y la duda. Lo evoco ahora con el mismo asombro de aquellos días, tal y como nos lo contó el coronel designado a trasladar al “sátrapa” en el helicóptero Súper Puma a la base naval de Turiamo en La Orchila, donde se cumpliría el plan acordado de expulsarlo a Cuba, en vez de encerrarlo en la cárcel y estimular protestas desenfrenadas de sus seguidores.
Fíjate hasta qué punto estuvo el país desprovisto de información creíble que el mismo general Lucas Rincón recitó su inolvidable frase de que “se le pidió la renuncia, la cual aceptó”, y después del “¡volvió volvió volvió!” fue ascendido a general en jefe y a su retiro, designado embajador en Portugal. Diferente destino le esperaba al general Raúl Isaías Baduel, el hombre que rescató al sátrapa y le prolongó la agonía a Venezuela.
Pero este relato sólo va de cuánto narró el coronel B., a mando de la misión de llevar en helicóptero a Hugo Chávez rumbo a La Orchila. Cuando nos lo contó me puso la mano en la rodilla y viéndonos fijamente dijo, no sé si con temor o arrepentimiento, “y pensar que en ese vuelo iban dos tenientes que formaban parte de la comisión y querían matarlo”. Yo he revisado ese corto periodo en la narrativa de Aporrea donde un tal Luis Pérez se autoerigió en historiador oficial del 11 A y hay un vacío de esos minutos cruciales en los que el coronel B., nervioso pero decidido cumplió su misión.
Fue así como, ya en el aire y literalmente aterrado, Chávez lo llamó al paso del oficial por el pasillo del Super Puma y un Chávez supercagado le dijo con voz quebradiza “Coronel, ¿puedo hablar con usted?”. “Sí, dígame”, dice B, que lo escuchó, consciente de que quien le hablaba hasta hacía unas horas había sido el presidente de Venezuela. “Esos dos jóvenes han estado hablando de lanzarme al mar, y creo que lo dicen en serio”. El coronel B. recuerda que se lo contó un Chávez que sudaba a chorro, exponiendo como única prueba la conversación de los tenientes, en la que uno le decía al otro “¿Te acuerdas de esa película Tira a mamá del tren?” El coronel B. no le respondió pero recuerda que asintió con el gesto que significa “OK, tomado en cuenta”.
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Seguidamente llamó a los dos oficiales, los llevó a una cabina y les dio una reprimenda, exigiéndole respeto al prisionero. Los jóvenes, en silencio, no negaron la acusación y se congelaron en el saludo militar. Lo demás forma parte de la hagiografía que el oficialismo ha construido alrededor de un ser humano que tuvo también sus horas de gloria pero también de cobardía, y que al llegar a La Orchila utilizó la única carta que le quedaba para salir airoso del entuerto en que se había metido.
Quien haya llegado aquí podrá creerlo o no. El coronel B. huyó a Miami inmediatamente después de que descubriera que a su camioneta le habían instalado unos cables extraños que el mecánico que la revisaba le juró que alguien lo estaba espiando. Uno de los tenientes fue detenido tras los absurdos juicios que montó la Asamblea Nacional con transmisión directa de VTV. Del otro nadie conoce su paradero. Lo escribo para librarme de algo que no se si en verdad ocurrió, pero ¡coño! no saben las veces que he especulado qué hubiera pasado en Venezuela si esos dos tenientes recién egresados hubiesen tirado a mamá del tren, y no esperar diez años más para que viniera la Parca a corregir este libreto.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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