Tito Rojas, por Omar Pineda
Twitter: @Omapin
La segunda vez que lo escuché, era sábado ya de tarde, y yo había subido con mi hijo a comprar unos golfeados con melao de papelón y queso blanco rayao encima, como le gustaban a la yaya, en la panadería de La Plazoleta. Recuerdo que el pepo Luis me jaloneó con voz gutural, pastosa, arrastrando las “a” en claro signo de su embriaguez para advertirme que no podía aún atravesar la calle hasta que acabara la ceremonia.
Oliver apenas tenía cuatro años y el espectáculo de una veintena de motorizados en cólera, haciendo arriesgados caballitos, las peligrosas eses y unas motorolas con la rueda delantera tenía como objeto rendirle tributo al Bemba, cuya urna yacía sobre dos Suzuki 350 estacionadas en mitad de la vía. La escena me llevó por instantes a aquellas películas del lejano Oeste en las que unos iracundos pieles rojas rodean la carreta del correo, y después del interminable festival de gritos y balazos sobreviene un corto silencio y es entonces cuando salen los que se escondieron a recoger a los muertos.
Pero esa no era lo que estaba viendo y desde luego no fue tampoco la explicación que le ofrecí en el camino de regreso a Oliver, sorprendido, con ojos encandilados por tanta emoción y por haber presenciado para que no se le olvidara nunca el homenaje a un tipo asesinado a mansalva por los integrantes de la banda de Las Casitas, donde el cerro de Barrio Unión fija sus límites con el sector del Tanque que surte de agua al Hospital Militar.
Había en el aire un malestar de ofensas al barrio, un sentimiento de frustración en las esquinas, hasta que desde una corneta gigante retumbó el vozarrón incomparable de Tito Rojas, con esa mezcla de tristeza, de irritación y hasta de hastío con la que el puertorriqueño solía interpretar sus canciones.
Recuerdo que una morena, rechoncha, de caderas anchas y un tatuaje diabólico en el brazo izquierdo, sentenció a muerte a los “becerros” de Las Casitas que balearon a su hermano y luego de unas contorsiones dramáticas, que hicieron que la gente se dispersara por miedo, se desmayó y alguien pidió que no la recogieran hasta que se le pasara el ataque de epilepsia.
El autobusero que acababa de terminar su turno y estacionó la unidad en la parada donde se inicia oficialmente la ruta Artigas-San Martín-Silencio, me dijo: Llévate el niño para más abajo que van a empezar con el tiroteo. Fue decírmelo y fue sacar las pistolas, de modo tal que esos bichos no se cansaron de disparar por más de cinco minutos, hasta que con rostros afligidos tomaron la urna del Bemba, cumplieron con el ritual de los diez pasitos para adelante y los diez pasitos para atrás, la introdujeron por fin en el carroza fúnebre, volvieron a disparar a manera de despedida y se piraron rumbo al Cementerio del Este.
Un viento leve peinó la calle despejada a la que al fin pudimos atravesar. Quedaba el silencio. Apenas había lugar en el sitio para los comentarios que quedan regados después de esos acontecimientos, así que cuando estaba por pedirle los cuatro golfeados al portu y un litro de jugo de naranja Frica, antes de que desmontaran la corneta que alguien encaramó en la pick-up azul, resurgió el vozarrón de Tito Rojas para recitarnos lo que todos sabemos pero que conviene recordarle ahora al Gallo de la Salsa, quien se ha marchado a una edad temprana, que “nadie es eterno en el mundo ni teniendo un corazón”.
Omar Pineda es periodista, exjefe de la página web de TalCual
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