Todas son izquierda, por Humberto Villasmil Prieto
Twitter: @hvmcbo57
“Vamos a cantarle a los santos, con el permiso de Dios”
(Cheo Feliciano, Nina)
A Iván Loscher, in memoriam.
Nunca conocí a Iván Loscher en persona, si bien su voz, que llegaba por las ondas de la frecuencia de Radio Capital, “la emisora que hizo gustar la radio otra vez”, marcó a mi generación y a aquellos años, seguramente, los más felices de mi vida. Estudiaba bachillerato en el Colegio Francia de Campo Claro, muy cerca del Centro Comercial Los Ruices, en cuyos altos estaban los estudios de la radio. Al salir de clase camino a nuestra casa de la Urbanización Horizonte, con el radiecito a la pata de la oreja y a bordo del autobús que recorría la Avenida Rómulo Gallegos, escuchaba Hora Trece y alguna de esas frases suyas que perduraron en mi memoria hasta hoy: “Bien, bien, bien, Morrisón…”, con lo que terminaba de sonar “Love two times” de The Doors.
Pero habiendo partido hace años ya, oyente habitual como soy de la emisora Mágica 88.3 de Lima, todavía la escucho a diario. Se trata de una estación de oldies o de nostalgie, sutil benevolencia con el paso del tiempo que nos ahorra tener que decir «la música de mi tiempo», o mejor, «la música que sacudió al mundo», como dijera Alfredo Escalante, otro de los DJs legendarios de Capital. La identificación de la estación: «Mágica 88.3. Discos de oro en inglés», como en un flashback de nostalgia, nos trae cada día la voz inconfundible de Iván Loscher. Se le llamó, con justicia, el filósofo de la radio, acaso porque más allá de cada comentario suyo –que eran los propios de un musicólogo– se adentró en el género de la entrevista, pero también del relato: algunas de su obras habría espacio para citar: Problemas Actuales y El Narcisismo En Internet, Dilema Del Presente o Era Tan Bella Que Levantaba Sospechas. En 1978, publica bajo el sello de la Editorial Tepuy una obra que llevaba el título de este artículo: Todas son izquierda.
Era un libro de entrevistas que recuerdo haber leído con la curiosidad propia de aquellos años. Estudiaba Derecho en la UCAB y militaba en UCAB Libre por lo que el tema me interesó sobremanera, tanto como los personajes que se entrevistaban, entre ellos algunos a quienes conocí después y que de distintas maneras me influyeron, como Américo Martin, Carlos Blanco o Moisés Moleiro. Pero asimismo, entre otros, aparecía el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa, lo que dejaba claro que el espectro de la izquierda para el entrevistador era todo lo rico y plural que mi generación vivió.
Muchas veces al leer notas en diarios europeos o del norte refiriéndose a la oposición derechista venezolana, viajé enseguida a aquel libro y a ese tiempo; ni que decir tiene lo que me significó –al leer algo así– recordar a Andrés Velázquez, a Gabriel Puerta, a Américo, a Pompeyo, a Teodoro, a Luis Manuel Esculpi y a tantos otros. Ay Bendito, se me salió decir en voz baja, rememorando los años de la infancia que pasé en la Isla del encanto.
Lo cierto es que Todas son Izquierda no podría haberse escrito hoy: Iván Loscher ya no está entre nosotros y varios de los entrevistados tampoco; porque esta posmodernidad hace rato que abolió la magia de los matices y, lo más concluyente, al final, porque se hubiera arriesgado de seguro que algún sumo sacerdote del Olimpo de la corrección y de la consecuencia política tronara desde las redes vetando –o cancelando, se diría ahora– a más de un entrevistado y muy probablemente al mismo entrevistador, procurando con ello alcanzar el «honor» de un trending topic.
Esta posmodernidad –que terminó siendo pre-moderna como le escuché decir a Emeterio Gómez– ha entronizado el «pensamiento único» que como tal se inventó dos arietes principales que no prescindirían de otros: lo «políticamente correcto» y, de otra parte, una «neo-lengua»; quimérico esperanto capaz de invadir y de disciplinar cualquier ámbito de pensamiento, que lanzando sin pausa términos y palabras grandilocuentes vacían de todo contenido su sentido, haciendo creer a quien las pronuncia que ha logrado convencer a todos de su sabiduría.
La palabra ya no busca definir o hilar un discurso sino impactar o intimidar. La «neo lengua», como la «posverdad», son modos de diferenciación; escenografía de una sociedad de identidades en la que solo unos elegidos se comunican entre ellos. El Diccionario de Oxford dedica su palabra del año 2016 a la voz posverdad que definió así: «Post-truth (posverdad): Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales».
Los libros de un tal George Orwell, quien en 1936 se alistara en la guerra de España, corren por el mundo y suscitan un interés que de seguro no pudo haber imaginado en vida. «El gran hermano» que todo lo ve y todo lo juzga, hace rato que anda por el orbe repartiendo certificados de consecuencia y expulsando del Olimpo a los inconsecuentes a quienes se les dedicarán, como bien dispone el guión, los más imaginativos epítetos. Para decirlo en clave caribeña, gusanos o escuálidos, por ejemplo.
*Lea también: Los dos Luis Almagro, por Luis Ernesto Aparicio M.
En la neolengua de Orwell, escribía Corina Yoris «(…) la palabra libertad se elimina y así se imposibilita a la población para anhelar la libertad; se descarta todo lo relacionado con la palabra, ocasionando con ello que las nociones de libertad política o intelectual desaparecen de las mentes de los hablantes. La neolengua reduce el vocabulario a su mínima expresión. Es pobre; debe ser pobre. Es su nota característica. Y, si se quiere hablar «tiránicamente correcto», se debe usar la neolengua» (Hablando de «tiranías correctas». Papel Literario, El Nacional, 13 septiembre de 2020).
Pero todo ello tuvo antecedentes lejanos que solo mucho después se pudieron reconocer como tales: «Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie —por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera—, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro (…)», se escuchó decir al Dr. Fidel Castro –abogado de la Universidad de La Habana mutado en comandante y vestido de verde oliva– en el discurso pronunciado ante la reunión con los intelectuales cubanos efectuadas en la Biblioteca Nacional de La Habana en junio de 1961. Se fijaban allí las bases de un pensamiento único que no solo tuvo efectos en Cuba, naturalmente. Por de pronto, el guion y sobre todo el desenlace del Caso Padilla estaba escrito desde ese día.
Con ocasión de la aparición de su libro «Solo integral» (Ariel), Fernando Savater declaraba: «(…) parece que si no eres de izquierdas eres un fascista y eso solo pasa en España. En cualquier otra parte hay demócratas de izquierdas y de derechas. Aquí, aunque seas de derechas, tienes que hacer cosas que parezcan de izquierdas». Lo que no comparto del autor de la celebérrima Ética para Amador es que el juicio aplique solo a España.
En las redes sociales se intimida antes que se dialoga y muy poco se puede debatir sin sentir apremio; no se busca estimular el intercambio o aprender del otro sino de inhibirlo, por miedo más que por convencimiento. Vivimos tiempos «orwelianos» y los sanedrines de la moralidad y del «progresismo» están prestos a repartir certificados de buena conducta.
La cultura de la cancelación, forma posmoderna de exclusión y más aun de ostracismo, se enseñorea en las redes sociales para dictar sentencias de buena conducta. Un reciente libro de Simon Fanshawe, «The power of Difference», sostiene «que estamos enfrentando una crisis de diálogo».
Hasta dónde se habrá desatado el «lobo feroz» del pensamiento único que Noham Chomsky –de conocidas querencias venezolanas– se quejaba hace unos dos años de la intolerancia de los suyos. Un manifiesto del 7 de julio de 2020 titulado («A letter on Justice and Open debate») que llevó su firma junto a la de Anne Applebaum, Salman Rushdie y Enrique Krause, entre otros, decía: «El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada día más restringido.
Si bien hemos llegado a esperar esto en la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia a los puntos de vista opuestos, una moda para la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certeza moral cegadora. Defendemos el valor de un contra-discurso robusto e incluso cáustico desde todos los sectores. Pero ahora es demasiado común escuchar llamados a represalias rápidas y severas en respuesta a las transgresiones percibidas del habla y el pensamiento».
Desde la «vida vivida» sé que para muchos quedaron en el camino afectos y personajes admirados que se alejaron cuando, a la luz de un barómetro moral tan unilateral como inclemente, ellos o algunos de nosotros «nos desviamos». No omito decir que nada más leer el manifiesto, y al menos respecto de Chomsky, eché en falta una línea de perdón por todo lo que él mismo contribuyó, a lo largo de tantos años, en traernos a esta intolerante posmodernidad.
“El «fenómeno del pensamiento único» causó siempre «desgracias en la historia de la humanidad», afirmó el Papa en su homilía del 10 de abril de 2014. Pero «incluso hoy —alertó— existe la idolatría del pensamiento único. Hoy se debe pensar así y si tú no piensas así no eres moderno, no eres abierto». Por lo tanto, «también hoy está la dictadura del pensamiento único y esta dictadura es la misma de esta gente» de la que habla el Evangelio. El modo de actuar es el mismo. Es gente que «toma las piedras para lapidar la libertad de los pueblos, la libertad de la gente, la libertad de las conciencias, la relación de la gente con Dios. Y hoy Jesús está crucificado otra vez»”.
La cultura woke aludió, primeramente, a quienes han despertado (viene del «wake up», en inglés) y están alertas a las injusticias. El Diccionario Oxford incorporó la voz en 2016 con esta definición: «Alerta ante la injusticia en la sociedad, especialmente el racismo». Loable habría parecido lo que se declaraba buscar hasta que ella devino en la cultura de la cancelación: “No importa la intención del «agresor»; importa la ofensa que percibe la «víctima». Al mismo tiempo, los debates no son nunca un intercambio de ideas, un intento de persuasión más o menos racional, con todas sus imperfecciones y malentendidos. Son solo una relación de poder (…) El ostracismo postula un presente continuo –cualquier cosa que hayas dicho en el pasado puede servir para que caigas en desgracia–, obedece a razones mutables –el pecado va cambiando, y cambia muy rápido además– y es arbitrario –puede pasarte pero puede que no, hay cosas que se castigan y otras más graves que pasan inadvertidas (…) la definición … en todo caso describe un clima de absolutismo moral o intolerancia, exhibicionismo moral y cierto adanismo que cree, de manera más o menos implícita, que el mundo puede ser mejor si lo empezamos de nuevo (…). Así, si una de las características de la cultura de la cancelación es la eliminación del matiz –todas las transgresiones merecen condena, lo que dijiste en el pasado te castiga hoy (…)” (Daniel Gascón, Libertad de expresión y cultura de la cancelación. Nueva Revista, 17 de junio 2022).
Todo ello explica el más preciado legado que esta posmodernidad, profundamente reaccionara al final, va dejando a su paso: los populismos de todo tipo. El pensamiento único va a por el pluralismo: “(…) los populistas afirmarán que todos los ciudadanos que no los apoyan no son realmente parte del pueblo. En resumen, lo que importa y es problemático del populismo no son las críticas a las élites, que pueden ser saludables en una democracia, sino el antipluralismo: la exclusión de los demás, obviamente partidos o rivales políticos, pero también en la propia ciudadanía, de forma que los grupos críticos se convierten en su objetivo” (Jan-Werner Müller. ¿Qué es el populismo? (Grano de Sal, 2019).
Nada de nuevo tiene discernir sobre la relación entre palabra y poder, si bien ello se manifiesta ahora con una intensidad asfixiante y, en rigor, canceladora de los espacios de la tolerancia: «No hay más realidad constatable que la lengua, ni más cosas que las palabras» escribía Michel Foucault, lo que Antonio Gramsci hubiera podido firmar: «La realidad está definida con palabras. Por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad».
La verdadera lucha a la que estamos siendo convocados –qué duda cabe– es contra el poder de lenguas y contra el monopolio de la palabra.
Con el permiso de los Dioses del pensamiento único, yo seguiré cantando a los santos o, al menos, a los míos.
Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
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