Todos los días matan a uno, por Teodoro Petkoff
Uno de los síntomas más protuberantes del síndrome de fracaso administrativo del oficialismo lo constituye la situación en las cárceles. El problema no es nuevo pero ya en el séptimo año de administración chavista el drama que heredó se ha hecho infinitamente peor. La administración actual no se diferencia en nada de las pasadas. La misma desaprensión e indiferencia ante la situación de las prisiones y de los prisioneros se reproduce hoy, con rasgos aun peores de inhumanidad e incompetencia para lidiar con un problema que atañe a un segmento significativo de los sectores populares más desamparados.
Humberto Prado, quien coordina el Observatorio Venezolano de Prisiones, antiguo recluso, que luego se hizo abogado y dedica su vida a la lucha áspera y no pocas veces frustrante de defender los derechos humanos de los presos, sabe que nada contra la corriente. Está consciente de que la despreocupación e irresponsabilidad oficial se sustentan sobre la actitud de la sociedad ante la cuestión de los detenidos comunes. El drama carcelario no merece más que un encogimiento de hombros y la convicción de que cada muerto en una cárcel es un delincuente menos. La inconsciencia general no percibe que existe una estrecha correlación entre la situación en las prisiones y la espantosa inseguridad que reina en las calles, sobre todo en las barriadas populares. El sistema penitenciario en sus actuales condiciones constituye un factor importantísimo del incremento de la criminalidad. Pero lo más grave es que en el gobierno tampoco comprenden esta correlación y se asume ante el horror de las cárceles una actitud burocrática, que, más de seis años después, habla a gritos del estruendoso fracaso de la política antidelictiva y de seguridad pública.
Prado es entrevistado hoy por TalCual (páginas 4 y 5). Dice cosas terribles. “En Colombia, por ejemplo, que es un país con problemas de guerrilla, narcotraficantes, paramilitares y hampa común, hay 80 mil presos y sólo matan un preso al mes. En Venezuela, con una población carcelaria de 19 mil presos, matan un preso diario”. La conclusión de Prado es terminante: “Aquí no se tiene conocimiento de cómo ensamblar un plan de política penitenciaria”.
Relata, como ejemplo, que ante las peleas entre reclusos armados de chuzos, los guardias nacionales, desde las garitas hacen apuestas al ganador. Como éste, Prado suministra muchos testimonios sobrecogedores. Todo se conjuga, en su opinión, para dar su actual configuración a los penales. Desde la irresponsabilidad de jueces que no atienden los casos y muchas veces ni siquiera saben donde están los presos que deben juzgar, hasta la corrupción e inhumanidad de muchos directores de los penales, totalmente indiferentes ante la suerte de la población de la cual son responsables. Este expediente de horrores clava en la picota a una administración pública que, como en tantos otros casos, se inició con la promesa del Presidente de atender ese problema “porque lo había vivido de cerca mientras estuvo detenido en Yare”. Promesa que, como la de los niños de las calles (suena irónico hoy eso de “niños de la patria” ), se la llevo el viento de la demagogia y de la megalomanía.