Todos mis santos, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
El calendario litúrgico católico abre el mes de noviembre con la fiesta de Todos los Santos, en la que evocamos la memoria de todos aquellos que alcanzaron tan sagrada condición sea que se les reconozca oficialmente o no. A la santidad – que nos es sino la plena comunión con el Señor– estamos en principio todos llamados y es la resulta de una larga y permanente relación con Él. Los santos, como nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, son «testigos que nos han precedido en el Reino» (CIC, 2383).
Solo durante el pontificado de San Juan Pablo II se canonizaron más de 500, reconociéndose con ello, junto a la universalidad de la Iglesia, la ejemplaridad de vida de quienes desde muy distintos contextos y circunstancias hicieron de las suyas inspiradores testimonios de fe inquebrantable. Hoy pueblos y países enteros los tienen propios, cercanos a su particular experiencia de fe.
Mi amistad con uno de ellos, Martin de Porres, ha sido larga. Data de mi infancia, cuando mi madre me hizo ver cómo la humildad del entrañable «Fray Escoba» de los limeños, siempre ocupado en servir y sin más compañía que la de su inseparable perrito, le había valido el Cielo.
Ya de adolescente descubrí a Pablo, el otrora terrible Saulo de Tarso persecutor de los primeros cristianos. Todavía me maravillo leyendo el relato de su conversión y el de su comparecencia ante el areópago de los atenienses: ¡la fe puesta cara a cara frente el logos de los griegos! Con el tiempo me hice cercano a Agustín de Hipona, el terco y tenaz maniqueo que asistió a lo que se tenía por imposible –el fin de Roma– legándonos la visión poderosa de esa «civitas» celestial en pos de la cual marchamos aún contra toda esperanza. Lo he recordado más que nunca estos días. En mis años universitarios trabé amistad con Tomás de Aquino, el arquitecto de Occidente. Siempre que voy por el Palacio de las Academias me reencuentro con su retrato en el púlpito de los oradores y me queda claro por qué el aquinatense es el patrono de las universidades.
Por aquellos mismos tiempos me amigué con Francisco y con Clara de Asís y, ya metido de lleno en el combate político, con Ignacio de Loyola y Francisco Javier, dos campeones de la cristiandad. Al corro se agregaron con el tiempo Juan Bosco, a quien mi madre me presentara y, durante mis años de estudiante en el Hospital Vargas, el hoy beato doctor José Gregorio Hernández, a cuya devoción me introdujeron mis propios pacientes tras hacerlo santo mucho antes que todos los dicasterios de Roma.
Mis aproximaciones a la atribulada historia del siglo XX me hicieron el regalo de Maximiliano María Kolbe, el apóstol de la caridad radical y de su émulo venezolano, Salvador Montes de Oca. Por esos mismos años me amisté con la heroica Edith Stein, la filósofa discípula de Husserl que se hiciera llamar Teresa Benedicta de la Cruz Jesús toda vez convertida al cristianismo y que muriera junto a miles de sus hermanos judíos en el campo de Auschwitz. Fue ella quien me enseño que la santidad en la mujer es capaz de hacer salir lo mejor de cada hombre, incluso del peor.
Muchos otros amigos del Cielo me han ofrecido su amistad en la medida en que la vida y sus cosas va imponiendo sus rigores. Del mexicano Miguel Agustín Pro aprendí a abrirle el pecho a cualquier afrenta para gritar vivas a Cristo Rey en un mundo secularizado sin noción de Dios y de otros dos grandes amigos, Juan Pablo II y Oscar Arnulfo Romero, a no tenerle miedo a tirano alguno y a clamar exigiendo el cese de toda forma de degradación del hombre. Pío de Petralcina me enseñó a hablar con los ángeles, Teresa de Calcuta a perseverar aún en las terribles sequias del alma y Josemaría Escrivá a encontrar los caminos del Señor aún en medio de las vicisitudes diarias, en mi caso, de un hospital público venezolano.
Los hermanos separados del protestantismo suelen reclamarnos a los católicos por la «adoración» que hacemos a los santos tildándonos de «idólatras», entre otras lindezas. Una y mil veces habremos de explicarles que no es así. Los católicos no «adoramos» a los santos porque la adoración («latría») está reservada a solo Dios.
A los santos – les he repetido hasta el cansancio– les honramos como lo que son: ejemplos de santidad en medio del mundo que cada uno de ellos vivió en su particular tiempo y circunstancia. No son «deidades menores» a las cuales recurrir a la hora de una dificultad sino valiosos testimonios de vida cristiana muy a pesar de sus humanas limitaciones y defectos.
La acomplejada cultura occidental de estos tiempos ha reducido a los santos a meros amuletos de ocasión y su memoria litúrgica a un aquelarre de disfraces, auyamas agujereadas y telarañas de artificio. Un Occidente avergonzado de sus raíces cristianas hace la mofa de ellas mientras sus fundamentos van minándose por dentro en una lenta y progresiva caída cuyo ruido es ahogado por la mundanidad.
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Cada ofensa a la fe – el triste «oppening» olímpico en París de julio pasado–, cada gesto racista – el reciente y vergonzoso abucheo a Vinicius en el Bernabeu–, cada expresión xenófoba – el «hotel» para inmigrantes de la señora Meloni en Albania y las difamaciones del señor Trump –, cada irrespeto a todo lo que es sagrado – la profanación de tumbas en el cementerio judío de Viena hace un año– es un brote más de la mala hierba que ahogará a Occidente y a su civilización. Ya se ven aparecer a sus posibles sustitutos en el horizonte.
Dos terribles guerras se están librando hoy en el mundo, ambas con altas probabilidades de escalar. El cambio climático se apresta a pasarnos sus pesadas facturas y en los países desarrollados, las grandes instituciones ceden al capricho de masas rendidas a los pies de los populismos.
Una Europa espiritualmente anémica retrocede ante el implacable avance islamista y una América del Norte muerta en vida pretende ahora encontrar en un peligroso iliberalismo racista el remedio a los males del progresismo «wokeista». Mientras, una Iberoamérica sin ilusión se echa la vida en una mochila para probar suerte lanzándose a un río y el África desesperada se la juega a bordo de una patera con la esperanza de tocar tierra antes de que la capturen y la echen al mar.
Vivimos el anunciado tiempo de la «gran tribulación» (Mt 24: 21-24). Toca orar. Para reconstituirnos espiritualmente, para resistir y avanzar. Confío en que mis amigos del Cielo, los «santos de mi devoción» sigan acompañándome, como desde hace años, en ello.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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