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Tokio blues, por Gustavo J. Villasmil-Prieto



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Tokio blues
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | agosto 9, 2025

X: @Gvillasmil99


«Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaban de comprender las cosas hasta que las ponen por escrito.»

Haruki Murakami. Tokio blues (Norwegian Wood), 1987.

Subir escaleras a todo tren, preparar las clases, pasar la revista de sala y seguir luego a la consulta después de una noche entera durmiendo con el teléfono en «on» entre mi mujer y yo, al modo de una nueva y tecnológicamente sofisticada barrera. A eso de las tres de la mañana, ¡plop!, entra un mensaje: «doctor, soy P. la hija de J, ¿me recuerda? Le escribo desde Barcelona. Mire: ¿será que ese paracetamol que dan aquí es como el acetaminofén que uno se tomaba allá?». Un día tras otro. Sin tregua. Exprimiendo cada hora, corriendo a grandes zancadas en una carrera de relevos a sabiendas de que probablemente al final no haya nadie esperando recibir el testigo. Así es esto.

He llegado a temerle a estos descansos de agosto pese a que llego a ellos arrastrando los pies merced de ese cansancio indespegable que comienza a agobiarme desde junio. Una breve pausa que, sin embargo, nunca es gratis. Porque a cambio me impone canjear fatigas por nostalgias irremediables, esas que me asaltan desde que me he ido convirtiendo en la máquina de recordar que ves.

Lejos quedaron los tiempos del Vargas, esos en los que hilaba uno dos o tres días seguidos de guardia sostenido por las arepas de Remigio, el café cerrero que preparaban las enfermeras y uno que otro cigarrillo aspirado a escondidas. Ahora los años «pegan». En adelante, lo único que queda es apelar a la guapura.

El solsticio me encuentra de cuclillas a la vera del camino, exhausto. Porque Venezuela es así, agobiante. Su cotidianeidad aplasta, su día a día drena, seca. Las narrativas alternas que se nos ofrecen desde esa «realidad segunda» que es el mundo 2.0 poco refrescan. Porque, ¿qué cuento contable hay en ella que pueda uno compartir, por ejemplo, con quienes se agolpan a las puertas de la consulta externa de este hospital mío desde antes del amanecer, en el drama cotidiano de la Venezuela enferma que no se alcanza a cubrir con litros y litros de la mejor pintura? ¿Qué exhorto, qué tesis, qué relato puede nadie glosar que movilice de nuevo los espíritus abatidos de quienes no saben si verán el sol mañana?  Son Trump, Rubio, las bonitas «speakers» rubias que ponen a hablar en Washington, como son también los «opinadores» de Miami o de Madrid y esos «líderes» a los que nunca más les vimos ni el pelo: ¿qué nuevo e ingenioso relato suyo nos puede resultar hoy creíble a los que aquí estamos?

Una leve brisa soplándome el rostro me reafirma en la certeza del «dolce fare niente». Por la tarde he recorrido las calles de Los Palos Grandes buscando aquel café, el de la mesa con libros y el viejo globo terráqueo en el que todavía se pintaban las dos Alemanias, Yugoslavia, la URSS y el Congo belga. Ya no está. En su lugar han puesto una tienda de «delicatesses» tan caras que daría grima sacarlas de su frasco.

A mi paso van brotando rostros, conversaciones, lugares e historias que la memoria exulta como una imparable locomotora, arrastrando ecos narrativos que me remiten a esa melancolía que siempre está ahí horadándome, en la que lo cotidiano se convierte en un archivo emocional y cada ausencia en activadora de un recuerdo; una melancolía distinta e íntima en la que cada paso contiene su propia fisura. Como Toru Watanabe entre las calles de un Tokio interior, también yo persigo por estas calles vestigios de un pasado que no encuentro y que se disuelve entre vitrinas nuevas mientras sin renunciar persisto en el gesto suave de seguir caminando.

Cuatro posibles rutas se abren hoy ante la contemplación de esta ruina epocal que hoy somos. Al menos cuatro. La una, la de los que claudicaron moralmente ante el peso de la realidad y decidieron hacer las paces con ella, arriando sus viejas banderas a cambio de un poco de confort. ¡Quién los vio antes y quién los ve hoy! La otra es la de quienes, negados a ello, optaron por construirse un caparazón de cristal y cartón piedra para encerrarse a vivir en él esperando que el dolor nunca les toque a la puerta. «¡Yo solo quiero ser feliz, vivir una vida tranquila!,» alegan justificándose. Una tercera ruta es la que tomaron para sí aquellos que un día decidieron echarse a morir – algunos literalmente– como fórmula de salida. Se lo leí una vez al profesor Briceño-León en cierto ensayo suyo sobre el suicidio en Venezuela. Se refería a ese «suicidio pasivo» que los certificados que firmamos disfrazan de mil rebuscadas y verbosas maneras. Opera en diversas formas, algunas más rápidas y sufridas que potras. A cada rato me entero de uno, como cuando en misa se leen los nombres de los difuntos por los que se ofrece la Eucaristía: «¡coño, pero si ése estudió conmigo!». Pero queda aún una cuarta: la ruta que toman los que han decidido, contra la corriente, convertirse en hombres-testimonio.

Hombres-testimonio que recojan los pedazos de lo que alguna vez fuimos para un día volverlos a juntar, no importa si se ven las líneas del pegamento – como en el «kintsugi» japonés– para así siempre recordar cómo fue que un día nos hicimos trizas.

Hombres-testimonio que resguarden esas historias alrededor de las cuales algún día nos reencontraremos con nuestras viejas glorias y sanaremos los azotes que en todas partes nos infligieron cuando nos vieron llegar con hambre: almas que se consagren a la tarea de reconciliarnos arropados por una misma una bandera, para así poder honrar a nuestros muertos y a nuestros viejos, para correr a recibir a los nuestros que regresan y para juntarnos a reconstruir esto con nuestras propias manos, no importa si con los ojos llenos de lágrimas, en un país por fin curado del cáncer del rencor.

Por todo ello, la orden no puede ser sino persistir. Persistir siendo testimonio, que es mucho más que respirar gimotear en aire acondicionado, sino que guardando la simiente del país que podemos aspirar a ser. Allí está la tarea de esos hombres–testimonio y para entenderla aquí la delineo en este pedazo de papel con sellos del hospital al que encontré huérfano en el bolsillo de mi chaqueta. Escribir la tarea para entenderla y nunca olvidarla, no sea que también a mí me llegue el día en que me cuelguen el cartel de «espacio disponible» como al pequeño y grato salón del café al que – ¿recuerdas? – veníamos en las tardes de viernes a contarnos cosas, mientras voy escuchando esos viejos «blues» que mi memoria tararea una y otra vez para distraerse de sus más profundos miedos.

*Lea también: «¡A Cabildo!», por Gustavo J. Villasmil Prieto

Referencia:

Briceño-León R. El suicidio en Venezuela: crisis humanitaria y violencia autoinfligida. Caracas: Observatorio Venezolano de Violencia; 2022. Disponible en: https://observatoriodeviolencia.org.ve/news/entrevista-a-roberto-briceno-leon-la-desesperanza-dispara-el-suicidio-en-venezuela/

 

Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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