Trump: demasiados thrillers hollywoodenses, por Humberto García Larralde

Correo: [email protected]
Donald Trump acaba de cumplir sus primeros 100 años al frente de la presidencia (por segunda vez) de los Estados Unidos. Se ha vuelto costumbre que tal día sirva para presentar un balance de cómo ha arrancado la gestión de un nuevo mandatario, quien todavía suele estar disfrutando de su luna de miel con sus electores. Es, por tanto, un hito que aprovecha para reactivar el apoyo de sus seguidores en torno a sus políticas. Trump, menos que nadie, podía estar ajeno a esta tentación.
En un mitin para conmemorar la fecha, lleno de pancartas con sus consignas de campaña, fustigó a sus detractores y celebró sus deportaciones, mostrando un video con supuestos inmigrantes ilegales venezolanos siendo trasladados a la mega prisión que erigió Nayib Bukele en El Salvador. Fue ocasión para arremeter contra diversos jueces, a quienes tildó de comunistas, que han objetado algunas de estas acciones, como también otras medidas que él ha decretado intempestivamente, sin considerar sus implicaciones legales.
En fin, una clara expresión del pulso cazado con el poder judicial, a ver si logra forzar su aquiescencia ante sus demandas. Confirma el temor de que buscará minar la independencia y la separación de los otros poderes, fundamento institucional de la democracia liberal. Y este afán por saltarse las reglas e imponer su voluntad, no sólo habrá de restringirse al ámbito doméstico.
Mi esposa, Liria, me ha hecho entender cómo algunas películas de Hollywood proyectan valores con los que, probablemente, se identifican muchos estadounidenses del montón. Es el caso, sobre todo, de los llamados thrillers. Típicamente, un personaje principal, preferiblemente mujer, blanca, buena gente e, invariablemente, hermosa, enfrenta un grave peligro a su vida o a la de los suyos, en la persona de unos malos (que no son para nada hermosos). Ella, «cuatri-ovariada» –desechemos la expresión machista «cuatriboleados» tan usada por los venezolanos–, decide encarar, por sí sola, a esta amenaza y acabar con ella. Luego de increíbles peripecias y encuentros cercanos con la muerte, termina matando a los malos. La película concluye con imágenes consoladoras y de alivio porque ha triunfado la justicia. Pero no por el funcionamiento idóneo de instituciones ideadas para hacer justicia, sino por la valiente decisión de la heroína de tomar justicia con sus propias manos.
Un buen ejemplo es la película titulada en castellano, «Déjalo ir», en la que, en un pueblito del medio oeste, dos abuelos (Kevin Costner y Diane Lane) se proponen rescatar a su nieto, hijo de su hijo muerto, porque ven a su padrastro pegarle un día. Nadie puede dudar de que sus intenciones sean loables pues, desde el comienzo, se percibe que son los buenos.
Él, un sheriff jubilado, ella, una maestra retirada, representan, ambos, al gringo sencillo y honesto, buena gente. Sucede que este padrastro, casado ya con quien fuera su nuera, se la lleva, junto con el pequeño, a otro pueblo. Preocupados por su suerte, los abuelos se dan a la tarea de rastrearlos. Al fin, dan con ellos, alojados bajo el cobijo de la mamá del padrastro, auténtica matrona que comanda a una familia numerosa. Al tratar de buscarle salida a lo de su nieto, tropiezan con su negativa. Para hacer el spoiler completo, se precipita la animosidad entre ellos hasta desembocar en una conflagración final en la que nuestros discretos héroes terminan matando a toda la familia maluca que se opone a su misión, quemando la propiedad en la que vivían. ¡Y rescatan a su nieto y nuera!
Triunfa la justicia por la acción decidida de unos abuelos, que, como americanos auténticos, no se amilanan ante lo que sus instintos de buena gente les señala es su deber; combatir una injusticia. Lastimosamente, su acción justiciera –el rescate del niño de su padrastro (supuestamente) maltratador—deja varios muertos y una estancia destruida.
Termina la película sin mostrar ninguna averiguación ni acción de los organismos policiales para esclarecer qué pasó y determinar responsabilidades y sin que sepamos si intervinieron los órganos formales de justicia. ¡Pero todos felices, ya que triunfaron los buenos!
Pero uno piensa, tratándose de una saga justiciera, ¿no tendría más sentido echar el cuento al revés? Un joven que se casa con una viuda, cuyo hijo él intenta disciplinar, se los lleva a vivir al rancho de su mamá, en otro pueblo. Inesperadamente, aparecen dos viejos, los abuelos del niño, quienes lo reclaman. Al no obtener su consentimiento para llevárselo, terminan quemando la propiedad de su mamá y masacrando a su familia. Pero tal giro, mucho más realista en tanto que sincera el terrible costo involucrado en el «rescate», no vibra con Hollywood pues, se nos ha hecho saber que los buenos son Costner y Lane. El hecho de que terminen matando a un gentío son lamentables gajes de oficio para que triunfe el bien, pero no desdice de que son los buenos a quienes les toca asegurar justicia.
Es parte de un imaginario en el que la ley y el orden se originó en la acción de pioneros justicieros del viejo oeste. Las instituciones vinieron después, como consecuencia, no al revés. La columna vertebral del sistema de justicia descansaría, por tanto, en la disposición del estadounidense típico, honrado, por asegurar que triunfe el bien. E, indudablemente, hay algo de razón en esta apreciación: una ciudadanía consciente, protagónica en defensa de sus deberes y derechos, es requisito para el funcionamiento óptimo de las instituciones. Pero, convertido en mitología fundacional perdura, en la mente de muchos, la presunción de que los buenos, por antonomasia, pueden hacer, por sí mismos, que se haga justicia.
Entonces, el elemento que termina decidiendo es qué cosa se entiende por el bien, y quiénes son los buenos. Desafortunadamente, aterrizamos en el ámbito de las ideologías y de la fe en el triunfo de las acciones que ésta inspira. Make America Great Again es, desde la perspectiva de quienes votaron por Trump, un propósito loable, inobjetable. Y, como señaló el propio caudillo (Trump), quien salva a su país no viola ninguna ley. De manera que todo lo que entra en esa definición es justo y no debe haber instituciones –leyes, valores, hábitos—que se interpongan.
En estos términos, inmigrantes considerados ilegales deben ser deportados, independiente de que se cumpla o no con el debido proceso para ello. Más allá, los comentarios sobre la anexión de Canadá o de Groenlandia, como del «rescate» del Canal de Panamá, no son para ser tomados a la ligera. Tampoco su cruzada arancelaria por doblegar a aquellos que exhiben saldos comerciales favorables con EE.UU. Para ello cuenta con el enorme poder de negociación de controlar el acceso al mayor mercado de consumo del mundo.
Puede pensarse que lo argumentado es sesgado, una visión pesimista e infundada de lo que se propone Trump. En realidad, todas sus acometidas no son más que tácticas de un negociador avezado para el logro de objetivos encomiables. Porque, por auto proclamación, él es el bueno. Tan así que, una vez que los «malos», o los que interfieren con su voluntad como «bueno», han dado sus brazos a torcer, «la sangre no llegará al río».
*Lea también: 100 primeros días de Trump y de su gobierno, por Ángel Monagas
Ante un ególatra narcisista de la talla de Trump, incapaz de reconocer sus errores y renuente a enmendarlos por considerar que ello muestra debilidad, no se augura nada placentero para la salud futura del colectivo mundial. Preocupa.
Como megalómano, puede imaginarse que es el héroe de una película en la que lucha contra malhechores, que se interponen a la grandeza de «América». Por conveniencia, aparece retratada, probablemente por las razones equivocadas, China, pero no Putin, ni tampoco los movimientos de ultraderecha europeos, como el filonazi AfD, el autócrata «justiciero» Nayib Bukele o el inhumano Netanyahu. Del fiel de esta balanza, habrá de depender el trato a esperar del nuevo Imperator.
Ante tal proyección, a uno no le queda más que aferrarse a la convicción de que es menester hacer valer las normas consensuadas con base en las cuales, formalmente, se diseñó la convivencia pacífica que se aspira entre e intrasociedades. Y abrigar la esperanza de que habrán de resistir e imponerse las instituciones de la democracia liberal estadounidense, incluyendo a sus prestigiosas universidades. ¡Dios nos libre de justicieros convencidos de que son los buenos de la película!
Humberto García Larralde es economista, profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo