Trump difuminó la línea entre fascismo y populismo, por Federico Finchelstein
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Una diferencia clave entre el populismo y el fascismo es que, para los populistas, los resultados electorales importan. En cambio, el fascismo implica un poder permanente, independientemente de las urnas. El populismo afirma la idea autoritaria de que una persona puede personificar plenamente al «pueblo» y a la nación, pero debe ser confirmada mediante procedimientos electorales.
Mientras que el fascismo se ha deleitado en la mentira, el populismo ha respetado la verdad de las urnas. Esto no significa que siempre promueva la democracia; de hecho, a menudo la manipula. Pero sigue obteniendo su poder y depende de la integridad del sistema electoral. Por eso, los líderes populistas han reconocido desde hace tiempo el valor de respetar los resultados electorales, aunque hayan salido perdiendo en el proceso democrático. Pero esta distinción está empezando a desvanecerse y el presidente Trump ha sido un pionero para los autócratas mundiales.
Al negar los resultados de las elecciones y promover la «gran mentira» del fraude electoral, Trump representa un punto de inflexión histórico en la política populista, permitiendo e inspirando a otros, al igual que los dictadores fascistas que le precedieron.
Perón y el peronismo
Perón fue el hombre fuerte de una junta militar que gobernó desde 1943 hasta 1946. A pesar de llegar al poder por la fuerza, en 1943, Perón fomentó y participó en las elecciones de 1946.
Tras la derrota mundial del fascismo al final de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo, los golpes de Estado y las dictaduras militares se habían vuelto tóxicos. Así que los antiguos fascistas y los militantes de las dictaduras intentaron recuperar el poder por la vía electoral democrática.
A principios de la posguerra, políticos como Perón comprendieron que las elecciones eran una fuente fundamental de legitimidad política. Se presentó con una candidatura populista que proponía una tercera vía más allá del capitalismo y el comunismo. Ganó las elecciones de 1946, convirtiéndose en el primer líder populista de la historia en llegar al poder.
El populismo peronista tomó prestados elementos del fascismo. Era profundamente antiliberal y creó un culto mesiánico al liderazgo de su conductor. Denunciaba a las élites gobernantes, impedía el periodismo independiente y fomentaba una profunda aversión al pluralismo y la tolerancia política. Pero Perón fue elegido popularmente y, por tanto, se diferenció de los fascistas.
Al igual que Perón, otros populistas latinoamericanos de países como Brasil, Venezuela y Bolivia llegaron al poder afirmando la legitimidad de los resultados electorales a finales de los años 40 y principios de los 50. Mantener el poder dependía de ganar elecciones reales.
Perón, como sus homólogos populistas brasileños, venezolanos y bolivianos, era popular. Cuando fueron desalojados del poder, fue por medio de golpes de Estado, no de elecciones, que sus movimientos siguieron ganando.
Líderes populistas más recientes, como Silvio Berlusconi en Italia o Hugo Chávez en Venezuela, mostraron el mismo patrón. Evitaron las reclamaciones infundadas de fraude porque apostaron sus grandiosas pretensiones de encarnar la voluntad popular en la idea democrática de que las elecciones representaban la voluntad del pueblo.
Berlusconi perdió las elecciones en 1996 y 2006, mientras que Chávez perdió el referéndum constitucional venezolano de 2007 sobre la abolición de los límites del mandato presidencial. Ambos aceptaron los resultados a pesar de haber perdido por márgenes extremadamente estrechos. La situación es diferente con Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua que ya no tienen que ver con el populismo sino con un tipo de régimen dictatorial en el cual las elecciones no son reales y por lo tanto nunca pueden perderlas. La situación es diferente con los nuevos populistas de extrema derecha que pierden elecciones reales y mienten sobre los resultados.
Los fascistas de los años 30
Muchos perdedores autocráticos mienten para salir de una derrota electoral real o potencial. Por ejemplo, los fascistas de los años 30, como los nazis alemanes, no veían ningún valor en el sistema electoral y solo lo utilizaban para reclamar legitimidad y liderazgo cuando les beneficiaba. Después, trabajaron para destruir la democracia desde dentro.
De hecho, los fascistas creían que las elecciones y el patriotismo eran esencialmente opuestos porque el verdadero líder no era necesariamente el que obtenía más votos. Como escribió Benito Mussolini en La doctrina del fascismo en 1932: «El fascismo se opone, por tanto, a esa forma de democracia que equipara una nación a la mayoría, rebajándola al nivel del mayor número; pero es la forma más pura de democracia si se considera a la nación como debe ser desde el punto de vista de la calidad y no de la cantidad, como una idea, la más poderosa porque la más ética, la más coherente, la más verdadera, que se expresa en un pueblo como la conciencia y la voluntad de unos pocos, si no, en realidad, de uno solo».
Adolf Hitler estaba de acuerdo con esta lógica, pues consideraba que la propia democracia era un «fraude», porque los políticos justamente elegidos no podían representar la verdadera voluntad del pueblo, que solo el nazismo y el propio Hitler personificaban. Hitler declaró en Mein Kampf que los nazis tenían «el derecho, pero también el deber, de subrayar con la mayor rigidez que cualquier intento de representar la idea popular fuera del Partido Laborista Alemán Nacional Socialista es inútil y, en la mayoría de los casos, fraudulento».
Cuando los regímenes fascistas de Italia y Alemania se convirtieron en dictaduras plenas, las elecciones dejaron de ser necesarias como fuente de legitimidad porque la voluntad del líder estaba ahora perpetuamente encarnada en el pueblo.
Esta situación no era solo europea. En 1923, el fascista argentino Leopoldo Lugones equiparó los procedimientos electorales con la demagogia y afirmó que la dictadura era la respuesta al «electoralismo». La caída de la democracia argentina se produjo unos años después, en 1930, cuando el general José F. Uriburu dio un golpe militar. Uriburu pidió a Lugones que escribiera la proclama fundacional de su régimen. Críticas similares a los procedimientos electorales democráticos y la necesidad de anularlos fueron presentadas por los fascistas en todo el mundo, desde Brasil y China hasta España y México.
En resumen, el fascismo negaba la naturaleza misma de la democracia. Sus defensores afirmaban que los votos solo eran legítimos cuando confirmaban mediante referéndum la voluntad autocrática de su líder. Los populistas, en cambio, han utilizado las elecciones para subrayar su propia naturaleza democrática incluso cuando avanzaban otras tendencias autoritarias.
La línea entre fascismo y populismo se difumina
Estas diferencias importan hoy cuando Trump, y otros, niegan la legitimidad electoral de sus oponentes. Jair Bolsonaro en Brasil, Benjamín Netanyahu en Israel y Keiko Fujimori en Perú utilizan falsedades para crear una realidad alternativa en la que puedan gobernar, sin procedimientos democráticos.
Fujimori y el populista israelí ya fracasaron en sus intentos, pero Bolsonaro dijo recientemente que no aceptaría los resultados de las elecciones de 2022 a menos que se cambiara el sistema de votación y más tarde repitió, sin pruebas, que las elecciones podrían no ser «limpias» e incluso amenazó con no celebrarlas.
Cuanto más sepamos sobre los intentos fascistas del pasado más consientes seremos de las formas posfascistas y populistas del presente.
Los llamamientos de Trump a la «reinstauración» basados en la legitimidad de un pasado falso, es decir, un mundo bizarro en el que «ganó» las elecciones, son formas flagrantes de fascismo que no pueden permitirse.
*Texto publicado originalmente en Washington Post
Federico Finchelstein es profesor de Historia de New Schoolfor Social Research (Nueva York). Doctor por Cornell Univ. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es «Brief History of Fascist
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