Trump y la destrucción de la democracia liberal norteamericana, por José Rafael López P.
En la historia reciente de Estados Unidos (EEUU), ningún presidente ha desafiado con tanta audacia los cimientos de la democracia liberal norteamericana como Donald Trump. Su mandato, lejos de ser un accidente aislado en el devenir político norteamericano, constituye una ofensiva sistemática contra las instituciones, los valores democráticos, la ciencia y el conocimiento.
Trump no inventó la polarización ni la desconfianza hacia la clase política. Se nutrió de un malestar previo: la sensación de abandono en vastos sectores de la clase media empobrecida, el resentimiento ante la globalización y el descrédito de las élites tradicionales de Washington. Pero su gran «mérito» —si cabe usar el término— fue haber transformado ese malestar en un arma contra la propia democracia. Supo convertir la ira y el descontento en una plataforma política, canalizando emociones primarias como el miedo, la nostalgia y el resentimiento hacia un proyecto personalista y autoritario.
La presidencia de Mr. Trump ha sido un ejercicio constante de manipulación informativa, donde la mentira se convirtió en una herramienta de gobierno y la «posverdad» pasó a ser una norma cotidiana. Trump ha lanzado miles de afirmaciones falsas o engañosas. Pero lo más grave no han sido las mentiras en sí, sino el efecto corrosivo de convertir la verdad en un asunto relativo, dependiente de la lealtad política. En ese escenario, los datos, las instituciones y hasta los tribunales pasaron a ser percibidos como enemigos si contradecían el relato oficial. El resultado: una democracia formal, pero emocionalmente autoritaria. Una república que todavía vota, pero cada vez menos piensa.
La guerra contra la prensa libre ha sido un componente central de esta estrategia. Al tildar a los periodistas de «enemigos del pueblo» y deslegitimar a medios enteros, Trump sembró la idea de que no existe información confiable fuera de lo que emana de su propia voz o de la de sus voceros.
Pero la embestida no se limitó a la imposición de la posverdad. Trump ha atacado frontalmente a las instituciones diseñadas para limitar el poder presidencial. Su desprecio por la división de poderes ha sido evidente: por ejemplo, ha utilizado al Departamento de Justicia para proteger a sus aliados y desacreditar, perseguir y despedir laboralmente a jueces, fiscales y legisladores. Como si el poder fuera un espejo que solo refleja su conveniencia, también ha hecho del perdón presidencial un escudo personal, extendiéndolo a sus amigos y aliados, desde los implicados en el asalto al Capitolio (6 de enero de 2021) hasta figuras como Rudy Giuliani y Sidney Powell, acusadas de intentar revertir su derrota en las elecciones de 2020.
Trump ha transformado al Partido Republicano en un rehén de su propia figura. Legisladores, gobernadores y dirigentes que antaño defendían las instituciones se someten hoy a su voluntad por temor a ser castigados en las urnas por la base trumpista (MAGA). La política estadounidense se ha convertido en un espectáculo de lealtades personales y obediencia ciega, donde el aplauso al líder pesa más que la defensa de la Constitución. El «trumpismo» ha demostrado que el populismo autoritario no es un fenómeno exclusivo de democracias frágiles o jóvenes, ni de países tercermundistas.
Puede florecer en el corazón de la república más antigua del mundo contemporáneo si se combina con un líder carismático dispuesto a derribar reglas, un electorado fanatizado dispuesto a seguirlo y unas élites políticas demasiado cobardes para enfrentarlo.
La administración de Trump ha impulsado medidas antidemocráticas que restringen los derechos fundamentales de los inmigrantes. Su retórica estigmatizante ha permitido el resurgimiento de la xenofobia y ha alimentado discursos extremistas que vuelven a dividir a la sociedad. Mr. Trump gobierna no solo mediante decretos regresivos que vulneran derechos básicos, sino también a través de símbolos; y los símbolos, cuando se instalan en el imaginario colectivo, tardan mucho más en desactivarse que la proclamación de un orden ejecutivo.
Lo que ocurre en Washington no es una rareza; es un reflejo. Desde Budapest hasta Caracas, desde San Salvador hasta Turquía, el siglo XXI ha visto cómo las democracias se desangran lentamente. El método es siempre el mismo: se captura el poder a través de los votos, se violentan los derechos humanos, se deslegitima la prensa, se reescriben las reglas, se reprime y se atropella a los trabajadores, y todo en nombre del pueblo.
*Lea también: La perspectiva fascista del llamado a la constituyente obrera, Jesús Elorza
No todo está perdido. Los tribunales todavía bloquean algunos excesos, el Congreso aún resiste en ciertos temas, y una ciudadanía inquieta se moviliza, protesta y litiga. Los medios independientes siguen denunciando; las universidades, debatiendo; y la sociedad civil, alertando. Son las últimas líneas de defensa frente a una maquinaria política que se alimenta de la polarización y del miedo. Pero las preguntas son: ¿cuánto durarán esos diques antes de ceder ante la marea del poder concentrado? ¿El sistema democrático norteamericano tendrá la fortaleza para resistir este asalto interno? El tiempo lo dirá.
Washington ya no exporta libertad, sino el manual del populismo institucionalizado anglosajón.
Nota a pie de página: Es lamentable que un personaje tan ajeno a los valores democráticos y con una política antiinmigrante como Donald Trump se haya convertido en el paradigma y jefe político de amplios sectores de la oposición venezolana.
José Rafael López Padrino es Médico cirujano en la UNAM. Doctorado de la Clínica Mayo-Minnesota University.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo




