Trump, zape, por Fernando Rodríguez

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Resulta, y por supuesto que se veía venir a pesar de su inestabilidad mental, que Trump parece convertirse en nuestro mayor aliado, casi un padre. Lo digo no solo por la medida contra Chevron sino por declaraciones amorosas hacia América latina, tras despecho con Europa, y – ¡Ay José Gregorio!- ha escogido a tres amores en nuestras tierras: los dos orates de Bukele y Milei y nuestra lideresa María Corina. La aludida sanción petrolera es la primera ofrenda.
No discutiré aquí la pertinencia de las sanciones, ésta y todas, ellas son válidas en la medida que son efectivas, que logran sus objetivos y en cortos plazos. Son armas de guerra, a veces tan dañinas como éstas. Y son inservibles y crueles con las mayorías nacionales que las padecen cuando solo alcanzan a dañar superficialmente al enemigo político y se prolongan en el tiempo. O, por ejemplo, cuando son ineficaces como es el caso de las sanciones europeas contra Putin que ha logrado eludirlas encontrando otros caminos para sus exportaciones. Pero ya habrá tiempo para hablar de éstas
Por ahora creo que hay un tema que la antecede. Trump ha sido señalado por la mayoría de la humanidad como un azote universal pocas veces visto, una pandemia singular e implacable. Con todo descaro ha echado por los suelos los mayores logros de la especie en cuanto a las normas mundiales de convivencia y ayuda humanitaria y muchos de los derechos nacionales y personales esenciales. Y todo ello con el inmenso poder de su imperio. Desde la salvación del planeta hasta la corte penal internacional, desde la salud mundial al derecho de las naciones a sus territorios, desde la asunción del racismo más descarado y una política migratoria digna de Hitler hasta implantar la violencia y el despojo como criterios de dilucidar cualquier conflicto, por ejemplo las guerras de Ucrania y Palestina. En fin, probablemente el pillo más poderoso y cruel que el mundo haya conocido desde el nazismo, ya ha hablado hasta de tercera guerra mundial. Nada menos.
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El dilema que plantea es evidente. Es obvio que es el aliado más efectivo para ayudarnos a salir, si se lo propone –la cabeza del sujeto es un carrusel- de la terrible tiranía que dese hace un cuarto de siglo destruye el país, ¿o no Capriles? Pero a su vez es el destructor sin pausa de los valores esenciales de la que debería ser nuestra ética política más esencial y permanente. ¿Qué se te ocurre hacer María Corina ante este dilema tan dilemático? ¿O soy yo el que lo estoy inventando, intoxicado por alguna lectura filosófica izquierdosa?
La verdad es que no quiero ir más lejos en un conflicto que terminó de culminar en un par de días. Y que me parece realmente paradójico e ineludible. Habría que preguntarse si merece respuestas categóricas o habilidoso juego diplomático. Las últimas intervenciones de la lideresa indiscutida ante el tema no han sido prudentes. Y, por supuesto, este problema tiene una larguísima cola, que incluye sanciones y unas cuantas cosas más que implican a la región ya que nos han nombrado en ésta cola de ratón del temible titán. No es un elemento más en este mundo que gira como un barco ebrio, como el de Rimbaud.
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