Tú loco, loco y yo tranquilo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Empezamos por burlarnos, luego vino el asombro y, dada la frecuencia con las que recaía en los dislates, acabamos por tenerle miedo, huyéndole de prisa, ocultándonos en las escaleras cuando asomaba en la calle su rostro mugriento y cargado de ira, deambulando con la mirada perdida y hablando solo. Ahora que lo hago venir a mi memoria sorprende que nunca supe su nombre. Simplemente nos acostumbramos a llamarlo Tamakún y nadie, siquiera por curiosidad, indagó si el mote surgió del personaje de la radionovela de la tarde, cuya trama se centraba en los padecimientos del “vengador errante”, decidido a cobrar la muerte de sus padres en el reino de Sarakardi.
Recordarlo, todavía hoy, me entristece, porque en cierto modo el grupo asumió su tutela, valiéndose de la influencia que ejercíamos sobre él para intentar frenar su extravío, pero cuando vimos que nos sobrepasaba, lo abandonamos.
Una vez, aplastados en la arena de la playa en Naiguatá, David me aseguró que en la cabeza de Tamakún pugnaba un esquizofrénico de alto riesgo a punto de explotar. Me burlé de su especulación, pero él me confió que lo había conversado con un profesor de Medicina. En efecto, en esa enmarañada espesura de su vida, Tamakún inspiraba temor, incluso hacia él mismo, porque además de atravesar el espejo en el que se reflejaba su endemoniada lucha contra la cordura, mediaban las drogas y el licor que les servían de combustible para potenciar su rabia, al punto de que tres veces nos fuimos a las manos. En la última pelea recibí tantos golpes que, al separarnos, Virgilio me aconsejó no discutir jamás con un loco. Pero, qué podía hacer si era yo quien intentaba poner orden en su cabeza y él se mostraba agradecido por ser parte del grupo de los universitarios.
Lo consolábamos cuando nos pedía casi llorando “paren esas voces”, lo que para nuestra edad se trataba de un hecho incomprensible.
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Un mediodía se empeñó en acompañarme al restaurante Roma, en la avenida San Martín, donde alguien del grupo solía comprarle a Suzy, la prostituta del bloque nueve, los espaguetis a la boloñesa para llevar y cuando subíamos por la segunda avenida, dos tipos se rieron justo en nuestras narices, seguramente por otro motivo. Tamakún lo tomó como una burla hacia él y, enardecido, desprendió un pedazo de madera de un cajón tirado en la calle y haciendo uso de una fuerza descomunal golpeó a los hombres con tal virulencia que, lejos de defenderse, estos huyeron espantados mientras yo, en intento por calmarlo, desparramé en el suelo los espaguetis de la peruana. El incidente me acojonó porque un Tamakún fuera de sí no me reconoció. “¿Qué… tú también?”, soltó con gesto amenazante que helaba el cuerpo hasta que llegó la policía, lo dominó y fue subido a la unidad, esposado, a punta de porrazos, ya que le sobraban fuerzas para resistir. Le sugerí al oficial de mando que no lo echara a la celda, que lo internaran en un hospital psiquiátrico porque su mente no estaba bien, pero no me hicieron caso y redoblaron el atropello. Se lo llevaron dándole golpes ininterrumpidos y tres días después apareció en el barrio, con moretones en la cara y el cuerpo. Algo temeroso, lo saludé e indagué cómo le había ido.
Me contó que unos tipos venidos de otro planeta lo habían secuestrado mientras dormía y terminó en una celda de la Policía. Mi reacción no pudo ser otra que la de callar y mirar hacia el otro lado. Lo habíamos perdido.
Sí, a medida que pasaron los días la mente de Tamakún se atrofió como si bajara a un abismo que le impedía reconocer la realidad. Sus familiares se rindieron porque confesaban no tener las herramientas para enfrentar una situación para la cual se requería paciencia y dinero. Uno de sus hermanos me confió que en su casa dormían con un ojo abierto y un cuchillo debajo de la almohada. Derrotado por el destino, concluyó que de nada valía cerrar la puerta con doble llave porque se volvía más violento y casi la echaba abajo por la desmesurada violencia y gritos que despertaban a los vecinos. Sus primas, que vivían al lado de mi casa, se encerraban y casi ni respiraban cuando oían que desde el bloque alguien se escondía y cantaba “tú, loco, loco, pero yo tranquilo”, canción que Roberto Roena tenía pegada en la radio. Una vez hablé con Tiburón para que no le vendiera marihuana, pero me aclaró que Tamakun se metía coca y ya eso era asunto de los colombianos del bloque dos.
Cierta noche, mientras conversábamos, apareció como fantasma tras el paso de un autobús, lo que impidió al grupo correr. Dijo “acabo de inventar un himno” y tarareó «negros y blancos con una sola bandera”. Era la letra de un tema del Sexteto Juventud, grupo de salsa conocido en los barrios por La ley y La cárcel. Bastó con que Darlan le aclarara que la canción ya existía para que Tamakún se encrespara e, inyectado de cólera, lo golpeara sin cesar. Obvio que Darlan, Bobby, Juan Ramón y Virgilio –para emplear la expresión hípica muy del uso de Aly Khan– marcaron la milla. Solo David y yo nos quedamos para tranquilizarlo, con la salvedad de que ninguno de los dos pretendía pasar por héroe. David, que iniciaba la carrera de Medicina, me dijo luego que vio en la furia de Tamakún un tema de estudio para psiquiatría. Yo confiaba todavía en mi control sobre el pana cuyo cerebro se alimentaba de voces e imágenes inexistentes.
Al final descargó su cólera contra el grupo, pero alguien cantó desde un balcón “viendo un zapatero ñoco, siempre se le enreda el hilo…”, lo distrajo y renunciando al rol de samaritanos huimos hasta no verle más.
Lo último lo supe por boca de Javier. Según su versión, Tamakún irrumpió en la calle Guaicaipuro tras haber pasado varios meses internado en el psiquiátrico del Hospital Militar. De allí escapó —o lo dejaron ir— y le fue fácil retomar los pasos por su calle, exigir comida en la bodega de Jorge o reclamar un sándwich de queso amarillo y mortadela en la panadería de La Plazoleta. Digamos que para Tamakún todo marchaba bien en su regreso triunfal al barrio. Pero se equivocó al pretender amedrentar a un vecino del bloque siete que reparaba su buseta, en un descuido se le encimó apelando a su irrefrenable furia. El otro, que guardaba un arma en el carro, corrió hasta la guantera y sacó la pistola. Me lo contó de resumen porque de eso ya habían pasado dos años desde que me mudé a Montalbán, pero Tamakún, herido mortalmente, alcanzó a decir “paren esas voces…” y apenas se le oyó murmurar “gracias”, sin mostrar enojo o arrepentimiento.
Con 23 años, al fin escapaba de ese rincón oscuro y perdido de donde no pudo salir. Al día siguiente cada quien en el barrio ayudó a construir su leyenda.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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