El túnel parece que se acorta, por Tulio Ramírez
Twitter: @tulioramirezc
El diciembre de 2018 fue quizás el más apagado de los últimos 10 años. No necesito ser muy detallista para describir a nuestros lectores no capitalinos, el ambiente que imperó en las fechas navideñas y de fin de año en nuestra otrora ciudad de los techos rojos. Estoy seguro que en todo el país se vivió la misma tristeza y desazón que experimentamos los caraqueños.
Debo aclarar que no me refiero solamente al tristísimo ambiente medieval que viven nuestras ciudades por la falta de alumbrado público, la suciedad, los precarios servicios, la ruina de las construcciones, la escasez de alimentos y la pobreza deambulando por las calles en busca de botes de basura para saciar un hambre que nos tiene enflaquecidos. No, no me refiero a eso, aunque en honor a la verdad, sería suficiente para robarle la alegría a cualquier festividad del calendario.
Hablo del abatimiento del espíritu. Caminando por la ciudad en víspera de navidad, lo que veía eran sombras y no personas. Miradas pérdidas con pasos lentos y cansados. La desesperanza se había apoderado del venezolano. La gente se sentía aplastada y carajeada por la prepotencia y arrogancia de un poder prepotente y arrogante. La resignación, después de tantos golpes recibidos y fracasos acumulados, no nos permitían pensar en el futuro, porque asumimos que ese futuro iba a ser exactamente igual o peor que el desdichado presente.
Así se fue el año, sin un triquitraque que lo festejara. Llegó enero como cualquier lunes de cualquier semana. El año comenzó igual que como terminó el anterior. Como los presos, el venezolano estaba viviendo un día a la vez. Sin expectativas ni esperanzas y atendiendo las necesidades básicas, vale decir, alimento y resguardo. Lo imprescindible para sobrevivir en esta revolución que ha premiado solo a los que la comandan.
El 5 de enero fui invitado a una entrevista en un noticiero de canal por internet. Llegué, como es mi costumbre, media hora antes de la fijada por el productor. Cuando fui llamado a pasar al estudio, tropiezo con un joven alto y delgado. Era el primer entrevistado de esa mañana. Lo reconocí a los pocos segundos. Era Juan Guaidó, el mismísimo presidente de la Asamblea Nacional. Nos saludamos con aprecio y respeto, le expresé mi solidaridad y deseos de éxito porque sabía que podía ser presa fácil de la jauría que ocupa el poder en el resto de las instituciones del Estado.
Del canal salí a la universidad a terminar de leer una Tesis Doctoral de la cual había sido designado jurado. Abstraído por la lectura me aislé del mundo, hasta que “algo” me aparto de ella. Todavía ayuno de lo que estaba pasando en la AN, decidí salir al banco para buscar algunos escuálidos billetes en el cajero automático. Eran la 12:30 pm y la ciudad era otra. Algo pasaba, todo estaba diferente. La gente estaba de buen humor, había sonrisas, las miradas cobraron vida, los pasos eran más dinámicos y hasta el día, que temprano, amenazaba con lluvia, se puso radiante.
¿Qué había originado ese cambio en la ciudad? A estas alturas del artículo, ya usted lo sabe querido lector. La esperanza volvió al pueblo venezolano, después del discurso de ese muchacho que horas antes había visto en ese canal de televisión. Juan Guaidó le devolvió la esperanza a la gente ese día y los días subsiguientes.
De esa fecha a hoy, cada paso dado ha sido una transfusión de energía a los que hasta no hace mucho parecían tener la hemoglobina del espíritu en menos de 6. La política es así, mi apreciado lector. En un “tris” el panorama cambio en Venezuela. Se corroboró el 23 de enero y el 01 de febrero. Definitivamente ese muchacho y su firmeza, le ha devuelto la esperanza al pueblo venezolano. Se demuestra una vez más, parafraseando a Ortega y Gasset, que las circunstancias fabrican a los héroes, no las agencias de publicidad. El túnel parece que se acorta, vemos la tan ansiada luz, más cerca.