Turcomanía, por Paulina Gamus
Twitter: @Paugamus
Creo que todas las púberes y adolescentes que hace alrededor de 70 años devorábamos las novelas de Corín Tellado, lo ocultábamos con cierta vergüenza: era literatura menor o quizá más adecuado, no era literatura. Sin embargo, la escritora española a quien su editorial la obligaba a entregar cuatro novelas mensuales, es (o fue) la autora más leída en castellano después de Miguel de Cervantes. Vendió nada menos que 400 millones de libros.
Tellado guardaba en su casa una fotografía del encuentro que mantuvo con Mario Vargas Llosa, cuando el premio nobel peruano la entrevistó en 1981 para la televisión. La manifestación del cariño que allí surgió puede comprobarse en el texto que Vargas Llosa le dedicó en El País tras su muerte y que finaliza con estas palabras: “Aunque nunca la leí, siempre la respeté y la traté con cariño y gratitud. Porque gracias a ella, cientos de miles, acaso millones de personas que jamás hubieran abierto un libro de otra manera, leyeron, fantasearon, se emocionaron y lloraron y por un rato o unas horas vivieron la experiencia maravillosa de la ficción. Ella no podía sospecharlo, pero fue probablemente la última escribidora popular, en el sentido más cabal de la palabra, la que llevó una variante (fácil, elemental, sensiblera y truculenta, ya lo sé) de la literatura al vasto pueblo, ese que no entra jamás a las librerías y pasa como sobre ascuas por las secciones culturales de las revistas, y piensa que la literatura seria es larga y soporífera”. Tellado no recibió nunca un premio literario más allá de los que reconocían su hiperproducción. En 1994 entró en el Libro Guinness de los récords y en 1998 le concedieron la Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo .
*Lea también: Fotofinish en Colombia, por Javier Conde
Los lectores se preguntarán a qué viene la exhumación que hace mi memoria de la trayectoria de Corín Tellado. Debo confesar que se debe a una suerte de regresión o involución. Por supuesto que ya no leo a la prolífica y fenecida escritora asturiana, pero la veo. ¿Cómo? gracias a las series turcas a las que soy adicta desde hace algunos años. No fingiré con ínfulas intelectuales que nunca vi telenovelas. Claro que sí: las clásicas brasileras que hicieron furor en los 70 y parte de los 80 y las venezolanas que salieron del patrón clásico de la «cenicienta», como «Estefanía», «La señora de Cárdenas»” y «La Dueña».
La mejor de todas en todos los tiempos, que puedo verla una y otra vez: «Yo soy Betty la fea», del colombiano Fernando Gaitán. Me produce una nostalgia enorme porque se desarrolla entre 1999 y 2000, cuando Venezuela era un referente importante para Colombia, no solo económico, sino también artístico. Otra de Gaitán, «Café con aroma de mujer» en su primera versión, porque es un trabajo magnífico de amor y de orgullo de un dramaturgo por su país y de promoción del más universal de sus productos de exportación, el café.
Pero regreso a las turcas. La primera que vi fue «El Sultán», la historia novelada de Solimán el Magnífico, una superproducción digna del mejor cine de Hollywood en sus tiempos de gloria. Después empecé –y sigo hasta hoy– con las románticas (involución corinesca). Hago lo siguiente, veo el último capítulo después del primero para cerciorarme de que el final es feliz. Y así paso buena parte de mis noches con esa higiene mental que descubrí para evadirme de la realidad espantosa que nos rodea. Es un derecho adquirido por mis años y por mi voluntad de no ser una vieja amargada ni deprimida. Las prefiero en turco con subtítulos porque así voy descubriendo palabras turcas incorporadas al judeo español de mis abuelos maternos, nacidos en Grecia que fue por siglos parte del Imperio otomano. Y también porque se recrean las comidas del menú tradicional de mi familia.
Como estoy de confesiones debo admitir que al principio me sentía avergonzada por esa adicción que además provocaba insinuaciones y hasta comentarios burlones de mi propia familia. Pero poco a poco fui descubriendo que los adictos somos muchos y multidisciplinarios, hay abogados, sociólogos, psicólogos, economistas, ingenieros y hasta médicos, en su mayoría féminas y casi todos de la tercera edad. Somos tantos que podemos jactarnos de tener más servidores que muchos de los aspirantes inscritos en las Primarias.
Resulta que Nicolás Maduro y la primera combatiente Cilia Flores también son fans de las series turcas. No me parece una raya ya que seguramente son fans de las arepas como lo somos casi todos los 30 o más millones de venezolanos. Ya en un viaje anterior a Turquía se disfrazaron en el set de una de esas series de época de sultanes y sultanas. Y ahora, junio de 2022, acaban de repetir la visita y una parte del disfraz, con la serie «Kurul Osman», de la misma temática.
Esas historias de gobernantes autoritarios e inamovibles, son aparentemente sus predilectas. Maduro llegó incluso a asomar la posibilidad de una coproducción cinematográfica con Turquía, pero aquí hay que entrar en la fase de advertencias.
Recep Tayyip Erdoğan, presidente de Turquía es un dictador, lo cual le viene de perlas a Nicolás Maduro. Pero además es islamista o islámico, es decir, un ortodoxo del Islam. Las series turcas pueden clasificarse en pre Erdogan y pos Erdogan. En las primeras había besos más o menos apasionados y se insinuaban o sugerían las relaciones sexuales, por supuesto siempre que hubiese un vínculo matrimonial.
En las pos Erdogan sucede que hay que esperar 30 capítulos para que los enamorados se abracen, otros 20 para que se besen en la mejilla. Después de 60˜ es posible que haya un tímido y fugaz beso en la boca. En el episodio 75˜ se acuestan pero con pijamas cuello tortuga. Y más o menos en el 80˜ tienen un bebé que uno debe suponer como fue concebido. Esta es la moral de Erdogan que no impide que en esas mismas telenovelas en las que el acercamiento físico de las parejas es casi un crimen, haya secuestros, narcotráfico y violaciones (sugeridas). De verdad espero con ansias la coproducción cinematográfica Maduro-Erdogan. Sin duda para el Oscar.