Turquía, por Fernando Mires
Como era de esperar, Recep Tayyip Erdogan obtuvo su triunfo en las elecciones presidenciales y parlamentarias del 24 de Junio. Reconocido ya por el principal candidato de la oposición, el socialdemócrata Muharren Inci, el triunfo aparece como inapelable. A partir de esos resultados, en Turquía se ha impuesto, oleado y sacramentado, el sistema presidencial por sobre el parlamentario estatuido en el referéndum de abril del 2017. De igual modo, el principio del caudillo, representado en la figura carismática de Erdogan, se ha impuesto por sobre el principio de la representación democrática. Erdogan tiene todos los poderes en sus manos, el apoyo irrestricto del ejército, un hinterland islamista que comienza a reconocerlo como líder internacional y una creciente alianza con la autocracia rusa y la teocracia persa. Eso dicen los datos y los números, y contra los datos y los números es difícil discutir.
Sin embargo, el triunfo de Erdogan, siendo indiscutible, no fue aplastante y contradijo en gran parte las expectativas que el mismo había fijado para las elecciones. Su objetivo -lo había adelantado- era bordear el 60% de los votos. Pero según los cómputos más recientes, no alcanza todavía el 52,7%. Como sea: Erdogan obtuvo la mayoría absoluta, pero -nótese la diferencia- no la mayoría aplastante. Más aún si se tiene en cuenta que su propio partido, Justicia y Desarrollo (AKP) solo obtuvo el 42% de los votos para las legislativas – ¡casi siete puntos menos que en los anteriores comicios!-. De este modo el poder parlamentario de Erdogan quedará hipotecado al 11% obtenido por el Partido (ultra) Nacionalista (MHP). En el marco de esa constelación lo más probable es que Erdogan intentará radicalizar su política anti-europea, justo en los momentos cuando más necesita de fuertes inversiones extranjeras para dinamizar una economía estancada por razones más políticas que económicas. Y desde un punto de vista político, deberá abandonar algunos espacios de centro que hasta ahora mantenía ocupados.
En pocas palabras, Turquía se encuentra políticamente dividida en dos partes casi iguales: una anti y otra pro Erdogan. Bajo esas condiciones, Erdogan deberá gobernar haciendo concesiones a la oposición o incrementando la represión, de hecho inmensa, lo que lo llevará a aislarse aún más de la Europa democrática. Tal vez espera contar con el apoyo de EE UU en la absurda guerra económica emprendida por Trump en contra de Europa. Pero esto es, por ahora, solo una especulación.
La escisión política turca es en gran medida un resultado de la dualidad cultural del país. Así, mientras la oposición obtuvo caudales de votos en las grandes ciudades, las fortalezas de Erdogan continúan siendo las regiones agrarias, especialmente hacia el interior de Anatolia. Erdogan aparece así como el representante de la Turquía pre-moderna, autoritaria y patriarcal, religiosa y antipolítica. Su principal contradictor Muharren Ince, representa a vastos sectores de profesionales, intelectuales, sectores medios en general, estudiantes, obreros sindicalmente organizados y empresarios. Esa oposición, a diferencias de las fuerzas erdoganistas, es políticamente muy heterogénea. Hasta poco antes de las elecciones adelantadas por Erdogan con el propósito de que la oposición no pudiera organizase a tiempo, dicha oposición se encontraba, además, en un estado altamente disgregado. Distinta es la situación post-electoral. A partir del 24 de junio, la oposición sabe que Erdogan es derrotable.
Por esas razones es que independientemente a los resultados, el saldo más positivo que dejó la elección para los grupos opositores fue que estos lograron forjar una unidad que parecía imposible de realizar. Incluso, cuando la unidad ya estuvo constituida, Erdogan no dejó de mofarse de ese “montón de grupos que no tienen nada en común”. De acuerdo a su mentalidad pre-política no logró entender tres premisas de la política moderna. Primero: porque precisamente se trata de grupos heterogéneos fue posible la unidad pues entre homogéneos la unidad no es necesaria. Segundo: esa unidad surgió en contra de su gobierno. Tercero: esa unidad, como todas las unidades y unificaciones políticas de nuestro tiempo, tiene un carácter electoral. Se comprueba una vez más que sin unidad electoral nunca puede haber unidad política. Ni en Turquía ni en ninguna otra parte. Visto así, si la oposición unida quiere subsistir, deberá luchar por mantener la ruta electoral e incluso obligar a Erdogan a realizar elecciones periódicas, en caso de que este se niegue. O dicho así: su tarea principal será evitar que la autocracia se convierta en dictadura y la dictadura en un sultanato. Para ello cuenta con un núcleo electoral sólido y duro formado por el socialdemócrata CHP, por el conservador iYi y por el nacionalismo kurdo del HDP. Alrededor de ese eje (o frente) giran, como satélites, diversas asociaciones y movimientos políticos anti-erdoganistas
La unidad política creó un liderazgo y no al revés. Este recayó, naturalmente, en la persona del candidato opositor más votado: el profesor de física Muharren Ince. La opción no pudo ser más afortunada. Ince, como todo líder que se precie de serlo, no está atado a la burocracia de su partido, el CHP, e incluso la ha desobedecido más de una vez.
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El caso más notorio fue su apertura hacia los nacionalistas kurdos del HDP a cuyo jefe, Sahalattin Demirias, visitó en la cárcel ante el escándalo de Erdogan y de los propios socialdemócratas. A su capacidad contestaria, Ince une una gran flexibilidad que le ha permitido atraer a sectores islámicos moderados y a nacionalistas, como el “Partido del bien” (iYi) dirigido por la conservadora Meral Aksener. De este modo ha logrado transformar el principio identitario-muy fuerte en Turquía- en un principio político. Abierto al diálogo, tampoco descarta, cuando es necesario, conversar con el propio Erdogan, como ya lo ha hecho en otras ocasiones. Todas estas cualidades lo han llevado a convertirse en un interlocutor válido para los gobiernos democráticos de Europa. Incluso Ince se define a sí mismo como europeísta en contra de Erdogan cuyo objetivo electoral era, en sus propias palabras, “impartir una lección a Occidente”.
Sin embargo, pese a las preferencias obvias que manifiesta la Europa democrática hacia la nueva oposición, sus gobernantes son conscientes de que no deben abandonar las relaciones diplomáticas con Erdogan. Mal que mal Turquía pertenece a la NATO y continúa siendo uno de los principales socios comerciales y financieros de Europa.
El mismo Erdogan sabe que pese a que momentáneamente sustenta mejores relaciones políticas con Putin y Rohaní que con Merkel y Macron, los conflictos mantenidos tradicionalmente por Turquía con Rusia e Irán no han desaparecido del todo y, por lo mismo, en cualquier momento pueden resurgir. Visto así, las elecciones de junio, siendo muy importantes, no son todavía decisivas. Ni para Turquía ni para Europa