Ucrania, un año después: perspectivas del conflicto, por Enrique Gomáriz Moraga
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La prospección del desarrollo de la guerra en Ucrania enfrenta considerables dificultades no solo por lo poco fiables que son los datos que están disponibles, sino también por el hecho de que las personas que toman decisiones ocultan a la opinión pública las acciones con las que tratan de sorprender día tras día a su oponente. Nuevamente se produce un giro copernicano del combate: a pocos días del envío de carros de combate al Ejército ucraniano por parte de países de Occidente, el Gobierno de Rusia anuncia que suspende su participación en el tratado sobre el control de armas nucleares. No obstante, pese a la suma probabilidad de hechos imprevisibles, se ven algunas tendencias al cumplirse el primer año del conflicto bélico.
La primera es que se avanza hacia un empeoramiento del conflicto tanto respecto del campo de batalla como en cuanto al enfrentamiento geoestratégico. Otro rasgo creciente en los últimos meses consiste en la fatiga tras un año de confrontación, desde el agotamiento de materiales bélicos hasta el cansancio que comienza a verse en la opinión pública. Tomando en cuenta estas tendencias y siempre en términos de probabilidades, porque en un conflicto abierto, cualquier cosa es posible, puede observarse que la guerra se mantiene en una alternancia entre el estancamiento y la escalada, entendiendo esta última como una agudización pronunciada del enfrentamiento propiamente bélico. Regularmente, ambas situaciones presentan una relación secuencial: tras una escalada, suele haber un estancamiento, sobre todo en una guerra prolongada.
La prolongación de la guerra ha sido el principal tema de los discursos en torno al primer aniversario de los presidentes Vladímir Putin y Joe Biden. Ambos han afirmado que están preparados para continuar la guerra hasta una hipotética victoria militar. Putin lo ha hecho de una forma directa, y Biden, en términos del «mantenimiento de su apoyo a Kiev dure lo que dure la guerra». Estas afirmaciones excluyen, al menos por el momento, la eventualidad de una negociación del alto el fuego y, menos aún, para establecer una paz duradera.
De hecho, líderes menos alineados han empezado a sugerir propuestas para detener la guerra. Tal es el caso de los presidentes de México, Brasil o la India, o de algunos sectores socialdemócratas europeos. También ha despertado expectativas en el sur global la propuesta de China de detener la guerra.
Ahora bien, cuando se prevé la prolongación del conflicto como idea para derrotar al oponente, se deben calcular los costos humanos y materiales. Aunque ninguna de las partes ha ofrecido datos precisos sobre las muertes directas que ha habido durante este primer año de la guerra, las Naciones Unidas estima en 30.000 las de civiles, y alrededor de 7 millones de refugiados ucranianos y otros tantos desplazados en el interior del país. Además, hay que tener presentes los 1.500 millones de personas afectadas por la inflación y el impacto económico por la guerra en todo el mundo (entre estos, también se cuenta la población latinoamericana, informó las Naciones Unidas).
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En cuanto a las muertes de combatientes, hay grandes diferencias según las fuentes. Los ministerios de Defensa de Ucrania y de Rusia han aceptado que han tenido pérdidas de alrededor de 25.000 ucranianos y 40.000 rusos. Sin embargo, medios como la BBC, DW o FP señalan que en las fases de recrudecimiento bélico ha habido cerca de 8.000 muertos al mes en el caso de Ucrania, y unos 12.000 en el caso de Rusia, lo que eleva el promedio anual en torno a 90.000 fallecimientos de ucranianos y 130.000 de combatientes rusos. Estas cifras se aproximan a las que ofrece la compilación que este año hizo el Estado Mayor de la Defensa de Noruega. En pocas palabras, se trata de una pavorosa masacre, incluso si se aceptan las cifras más conservadoras.
Por otro lado, los daños materiales son cuantiosos y se pueden ver en la afectación de viviendas, carreteras, aeropuertos y líneas de ferrocarril, instalaciones de salud y educativas. La Escuela de Economía de Kiev ha estimado en más de 2 billones de dólares de pérdidas en infraestructuras durante este primer año de guerra.
Es decir, que cuando se contempla la continuación de la guerra, tal como se desprende de los discursos emitidos en este primer aniversario por los mandatarios de Rusia y de Estados Unidos, es necesario tener en cuenta lo que verdaderamente significa: un cúmulo con rasgos apocalípticos de muerte y destrucción. Y este es un buen punto de referencia para avizorar las consecuencias de la ofensiva rusa, la cual está prevista para el inicio de la primavera, que enfrentará la dotación de armas pesadas (tanques, artillería móvil, etc.) que el Ejército ucraniano recibirá de sus aliados occidentales.
En sus respectivos discursos para este aniversario, los mandatarios Biden y Putin se han acusado mutuamente de haber iniciado la guerra. Biden se basa en una evidencia: la agresión militar fue una iniciativa de Rusia, pero en su discurso, el mandatario ruso ha sostenido que las potencias occidentales son las que la han provocado y ha puesto como prueba de su voluntad de paz el envío del memorándum de negociación enviado a Washington y a Bruselas en diciembre de 2021 y el rotundo rechazo recibido como respuesta. Resulta indudable que este ninguneo persistente no justifica la agresión militar de Moscú, contraria al derecho internacional. Sin embargo, la Historia se encargará de dimensionar la responsabilidad de las potencias occidentales en su incapacidad de evitar la guerra.
En todo caso, el argumento acerca de la responsabilidad del comienzo de la guerra no puede dispensar de la responsabilidad actual sobre su prolongación. La evidencia de los efectos aterradores que causa día tras día tiene suficiente peso moral como para abandonar la tentativa de lograr una derrota del oponente, cueste el tiempo que cueste. Cada día que se prolonga esta guerra aumenta la responsabilidad moral sobre el conjunto de la comunidad internacional.
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Universidad de Leeds (Inglaterra) y contó con la orientación de R. Miliband.
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